
Imagen: Ramón Sotomayor.
El barrio es un lodazal, un rastro de piedras y escombro, huella de un desastre inesperado. Han pasado 24 horas desde que la tromba cayó sobre el poniente de Torreón la tarde del jueves 3 de julio. La captación de lluvia durante hora y media, 37.4 milímetros, fue suficiente para que las aguas bajaran furiosas de los cerros y desbordaran canales de colonias como la Buenos Aires, Camilo Torres, José R. Mijares, Polvorera, Morelos, La Fe, Primera y Segunda Rinconada de la Unión, Torreón y Anexas. El diluvio se echó sobre la tierra, como en la narración bíblica de Noé, sólo que sin arca para sortear la inundación.
En esta área, inmersa en un cañón entre la sierra de las Noas y el cerro de la Durangueña —y cuya población, según el Censo de Población y Vivienda de 2020, es de seis mil 791 habitantes—, los canales forman una antigua red de desagüe pluvial. Cada que llueve, conducen los escurrimientos hacia la laguna de regulación de la colonia Santiago Ramírez. Su construcción data de finales del siglo XIX y principios del siglo XX, cuando en la zona se instalaron fábricas como Hilandera la Fe (1898), Jabonera La Unión (1900) y Compresora de Algodón (1905). Pero en realidad, las aguas de las lluvias buscan por naturaleza el cauce del río Nazas. Por esta razón, los ingenieros de la época entendieron que debían dialogar con el relieve, no pelear con él.
Un cielo amenazante de nubes, el olor de la arcilla mezclado con el del drenaje. Cuadrillas del Ayuntamiento, del Gobierno del Estado y grupos de colonos quitan con palas el barro de calles y caminos. Esas imágenes pasan por la ventana del autobús de la ruta Polvorera como escenas de cine catástrofe. Mientras, en el puente que cruza el canal de El Huizache y une a las colonias José R. Mijares y Camilo Torres, la gente del barrio intenta hacer su día, dar buena cara al viernes, seguir la jornada, pero resulta inevitable detenerse a observar cómo una retroexcavadora mete su garra metálica en un socavón; el peso de la precipitación horadó el concreto del arroyo, lo levantó y afectó una línea de agua potable; así de profunda fue la herida. A un costado, restos de basura y ramas abrazan los soportes oxidados de unos columpios.
Lupita Flores observa desde una esquina del canal, se pone el puño en la boca, esconde el cuerpo tras los ladrillos de una casa. Se ha escapado de la miscelánea cercana donde trabaja para mirar cómo la máquina revuelve el concreto y la tierra. La vecina de la Camilo Torres no duda en decir que los arroyos están muy chaparros, que más bien parecen banquetas, que las autoridades deberían prestar más atención. Señala que la culpa también es de ellos como vecinos, por dejar que se acumule la basura, por descuidar los cerros y atiborrar de escombro al paisaje.
—Ya no tiene la altura que tenía en aquellos años.
—Lo empedraron, ¿verdad? Era de tierra.
—Sí, era de tierra, y lo que pasa es que ha estado subiendo de nivel y la altura que debe tener un arroyo ya no la tiene.
Lupita suspira, se sacude el remanente del miedo que sintió el día anterior y levanta el rostro. Por fortuna, su hogar no sufrió afectaciones, pero recuerda que antes los arroyos no estaban empedrados, que eran de tierra y más hondos. Cuenta que, cuando llovía, el agua pintaba la yerba del lecho, que se podía ver el surco de renacuajos en los charcos y el croar de los sapos resonaba al escampar.
Rita Meza Hernández no corrió con la suerte de Lupita. Eran las 15:30 horas del jueves cuando los troncos y la basura se atoraron en un puente y formaron una represa frente a su domicilio de la avenida México, casi esquina con la calle Cuarta, en la colonia Morelos. Estaba sola con sus dos nietos. Incapaz de reaccionar, el agua comenzó a entrar por la cochera y la misma presión hizo un boquete en el viejo adobe debajo de la ventana. El nivel alcanzó casi metro y medio de altura. ¿Qué podía rescatarse? Nada, más que la vida. Tuvieron que salir por el techo mientras la corriente se abría paso. Su casa marcada con el número 418 quedó inhabitable. Ante tal circunstancia, ¿qué más se puede decir?
—La mera verdad, me da vergüenza.
—No, señora, estamos con usted.
—¿Pues qué te puedo decir? Se metió el agua, me llegó hasta el cuello. Estaba sola con los niños. Los vecinos nos sacaron por el techo. Aunque uno hubiera querido salvar las cosas era imposible, porque el agua tapó muebles, camas, ropa, todo.
¿A qué suena el terror? Al rugido de un dragón de aguas broncas, al turbio oleaje de la incertidumbre inundando el patrimonio de toda una vida. Rita, de cincuenta años de edad, se ha pasado la mañana limpiando. Le han ayudado familiares y vecinos, también personal de las cuadrillas que mandó el gobierno. A pico y pala, con carretillas, va extrayendo el lodo invasor. Ella tendrá que dejar lo que queda de su vivienda, decirle adiós contra su voluntad, buscar refugio con los suyos.
—Hasta eso es un barrio muy unido. Sea familia o no sea familia, se junta la gente pa’ lo bueno y pa’ lo malo. Desde anoche mis hijas se quedaron con el papá y yo con una tía; dónde quedarnos no nos falta.
Puede que las aguas sumergieran su esperanza, pero no la ahogaron. Afortunadamente, las autoridades no reportaron víctimas mortales. “¿Pues qué te puedo decir?”. Sí, ¿qué se puede decir? Nada. Ya se lloró. Sólo queda seguir sacando escombro, ver qué mueble puede salvarse, santiguarse hasta que el viernes se apague tras las imponentes montañas.
CANALES CENTENARIOS
No es la primera vez que se cae el cielo de esta manera, tampoco será la última. En agosto de 2021, más de 200 familias del barrio fueron afectadas por las lluvias; las corrientes de los canales se llevaron de todo, hasta automóviles, pues los vecinos suelen usar estos lugares como estacionamiento. Lo mismo pasó en julio de 2015 y años más atrás, en varias ocasiones, incluida la gran inundación de 1968. Hay notas periodísticas mucho más antiguas que narran un poniente desbordado por los torrentes desde la segunda década del siglo XX.
El historiador Carlos Castañón confirma el dato de la construcción de los canales y da el crédito a las fábricas, quienes encanalaron las cañadas que bajan de la Sierra de las Noas. Para ello usaron piedras de los cerros y dejaron los lechos de tierra. Asimismo, destaca el trabajo de ingeniería realizado hace más de cien años y señala que las industrias ya mencionadas también motivaron la construcción de las primeras colonias de Torreón, de las cuales adoptaron sus nombres.
—Si te fijas, esas fábricas estaban a una distancia muy corta del cañón de la Polvorera y de la Sierra de las Noas. Pensaron en todo. No sólo en instalar una fábrica para producir dinero y poner un negocio, sino que pensaron en un conjunto industrial-habitacional y, al mismo tiempo, dijeron: “Bueno, si estamos a unos metros de estas caídas naturales de agua…”, si bien en Torreón nunca llueve, pero cuando llueve se puede volver un caos, esas mismas empresas generaron varios canales pluviales. Hoy el resto de Torreón no tiene una infraestructura pluvial de esa magnitud.
Para entender a estos ramales, hay que nombrarlos. Cuatro son los principales. El canal El Huizache surca la orilla de la Sierra de las Noas y nace en lo alto de los cerros, en la colonia Camilo Torres, límites de Coahuila y Durango. Baja hasta la calle Cero de la colonia Polvorera, donde se convierte en el canal México. Este, a su vez, transita cerro abajo hasta la calle Octava de la colonia Morelos, donde topa con la barda de la Jabonera La Unión (el agua solía desembocar en un antiguo campo de beisbol). Por tal motivo, en las pasadas lluvias, el agua buscó salida a través de la calzada Gustavo A. Madero para poder llegar al canal Centenario
Del otro lado, al costado del cerro de la Durangueña, en la calle Andrés Ozuna, de la colonia José R. Mijares, nace el mencionado canal Centenario. Este desciende hasta los patios de Ferrocarriles Mexicanos en la colonia Torreón y Anexas, donde luego toma cauce hacia la laguna de regulación de la colonia Santiago Ramírez.
En la colonia Primera Rinconada de la Unión hay otro canal que corre montaña abajo, de la Sierra de las Noas hasta el callejón del Vapor, y desemboca en el canal Centenario. Además, en el Complejo Cultural y Deportivo La Jabonera, en la plaza que alguna vez fue la Hilandera la Fe, y en la Unidad Deportiva Compresora, existen otros pequeños canales que desahogaban a las fábricas de los escurrimientos.
—El agua baja con mucha fuerza —advierte el historiador— porque es una pendiente. El poniente de Torreón, desde las faldas del Cerro de las Noas y la Polvorera, hasta el bulevar Independencia, es una pendiente. Entonces, por ejemplo, el ingeniero José Farjas, que construyó la empresa La Fe, pensó en esas pendientes para desahogar el agua de las lluvias. Además calcularon la estructura, no como unos pequeños canalitos, sino como unos grandes canales, revestidos con mampostería hecha con piedra del cerro de las Noas.
Los canales o arroyos (como les dice la gente del barrio) tuvieron lechos de tierra hasta 1989. En mayo de ese año, el Ayuntamiento de Torreón dio a conocer un conjunto de obras públicas, entre las cuales se incluía el empedrado de los arroyos Centenario y México, así como la construcción de muros y guarniciones para aminorar el impacto de las lluvias. Un mes después, Heriberto Ramos Salas, entonces alcalde de la ciudad, anunció el inicio de las obras en coordinación con el Gobierno del Estado y el Gobierno Federal.
Timbra el teléfono, su nombre aparece en la pantalla: Heriberto Ramos Salas ha aceptado la entrevista para explicar por qué se decidió empedrar los canales. Según información periodística de la época, las obras contaron con una inversión de 400 millones de viejos pesos, provenientes del Programa de Acción Inmediata (PAI), autorizado por Carlos Salinas de Gortari, entonces presidente de México. El presupuesto, a su vez, formó parte de un paquete de tres mil millones de viejos pesos para mejorar el nivel de vida de las colonias del poniente.
—El hecho de que los canales fueran de tierra, hacía que a la hora de una inundación hubiera mucho lodo, mucha suciedad. Simplemente fue por las peticiones y la presión de la gente que vivía alrededor de esos canales. Era para que hubiera una mejora inclusive en el entorno de sus colonias, en vez de canales sucios, llenos de tierra, que cuando se secaban dejaban lodo, suciedad, basura. El hecho de pavimentarlos o empedrarlos cambiaba radicalmente la fisonomía de estas colonias populares.
Otro motivo del empedrado fue que, en ocasiones puntuales, los canales de tierra representaban focos de infección. Pero de nada sirve esa adecuación si no se les da el cuidado necesario. Heriberto Ramos Salas achaca que su reciente desbordamiento probablemente se debió a la falta de mantenimiento y la acumulación de basura.
—Si no se limpian no corre el agua, aunque estén empedrados. Pero yo creo que fue un avance. Hay avances que se dan en el tiempo y hay que darles mantenimiento.
EL BARRIO ES UNA FAMILIA
La campana de la Parroquia de la Sagrada Familia llama a misa de mediodía. Es el domingo 6 de julio y el barrio, al secarse, se ha convertido en un lugar polvoriento. Adentro, el padre Agustín Calderón aparece en el altar. Lo custodia el óleo monumental pintado por el artista leonés Lázaro Zambrano. Toma el micrófono, libera la voz. Dedica la eucaristía a los afectados por la tromba del jueves.
—Oremos por todas las familias que han sufrido la llegada del agua este jueves pasado. Que Dios los bendiga y les dé fortaleza. Construida a partir de 1956 y fundada el 28 de febrero de 1960, la Parroquia de la Sagrada Familia es el núcleo religioso de este lado del poniente. Se ubica en la esquina de la calzada Industria y calzada Gustavo A. Madero, en la colonia La Unión. Es un refugio de fe para los creyentes; van ahí para confesarse, para orar y pedir ayuda, seguros de que, entre sus muros, alguien puede escucharlos.
—La fe nos ayuda a saber que, con el auxilio de Dios, podemos sobreponernos. Gracias a Dios no hubo pérdidas humanas. Aunque estuvo muy feo, la corriente muy fea.
Durante la misa se leen las escrituras del Nuevo Testamento. Un pasaje del Evangelio según San Mateo muestra a Jesús y a sus discípulos en una barca. El mar comienza a agitarse, las olas crecen, se alimentan con la tempestad. “¿Por qué os acobardáis, hombres de poca fe?”. Cuando todo parece perdido, Jesús enfrenta a los vientos y las aguas. Entonces la tormenta cesa y sobreviene el sosiego.
—Hoy la primera lectura parecía que hablaba de esa situación, donde sufrieron, donde pasaron las calamidades. Ahora llega la paz, llega el Señor y las cosas van cambiando.
Al padre, el agua lo agarró en plena hora santa, en la oración de cada jueves al santísimo sacramento. Lo narra de viva voz al terminar la eucaristía, sentado en una banca luego de atender a los fieles. Dice que fue imposible continuar, que el aire arreció y la corriente bajó endemoniada. A las cinco de la tarde el estacionamiento parecía una alberca. Pero el cura prefiere hablar de algo más profundo, del sentido de solidaridad que salió a flote en el barrio, pues los vecinos se echaron la mano unos a otros.
—Todos estaban bien al pendiente con todos, con ese espíritu de comunidad. Ahorita hay una señora que no tiene casa. La casa donde estaba se dañó mucho. Ella no tiene casa y una familia la acogió. Del jueves para acá está con esa familia y son gestos como esos los que hay en la comunidad.
La mujer mencionada por el padre es doña Delia Ortiz Pulido, católica, de 64 años de edad y originaria de la zona. Vivía en un jacal en lo alto del cerro de la colonia Polvorera. Padece diabetes y desde el año pasado usa andadera tras haberse lesionado la cadera en una caída. Relata que la frágil estructura de su vivienda sucumbió ante la lluvia del jueves. Ella fue rescatada por vecinos cristianos, prueba de que la religión no importa cuando azota la tragedia. Primero la alojó una familia en la calle Segunda y ahora le han prestado una vivienda numerada con el 654 sobre la calzada Gustavo A. Madero, casi en contraesquina del templo de la Divina Providencia, otro centro religioso dependiente de la Parroquia de la Sagrada Familia.
Su nuevo hogar es austero, apenas un colchón donde se acuesta y pasa el día. Tiene luz eléctrica, pero no servicio de agua potable. Su condición le impide trabajar. Recibe ayuda y víveres de algunos vecinos. De vez en cuando, a pesar del dolor, se anima a salir y visitar a alguna amiga. Tal vez por eso su ánimo no decae; sabe que no está sola, que hay personas al pendiente de ella. Su hospitalidad es igual de grande: invita a pasar, a tomar asiento, a conversar antes de que la noche vuelva a oscurecer el barrio.
—Les hablé a unos hermanos (cristianos) que vivían al otro lado. Ellos fueron los que me ayudaron a bajar, porque desde que me pasó este caso no he podido caminar sola. Y aquí me prestaron. El jacal no era mío, también me lo prestaron. Pero dije: “¡Ay, se me va a caer encima!”, por eso me bajaron. Y sí pude salir, la verdad, pero le digo que me ayudaron los hermanos. Se vino el agua muy fuerte. No tenía dónde meterme.
El agua tiene memoria, habla el lenguaje de los cerros y, cada que llueve a mares, su estruendo por las calles del poniente suena a reclamo. Hay quienes fincaron en las riveras, extendieron sus propiedades por encima de los arroyos, instalaron altares de la Virgen de Guadalupe, improvisaron estacionamientos, construyeron puentes rudimentarios para el paso peatonal, como si fuesen muelles de concreto. Nunca con el fin de perjudicar al prójimo, sino de facilitar la vida diaria. Nadie les advirtió. Ninguna autoridad del pasado los supervisó o les impidió hacerlo.
EVALUACIÓN DE DAÑOS
Una vez que la lluvia del 3 de julio bajó su intensidad, a la zona llegaron autoridades del Ayuntamiento de Torreón y del Gobierno de Coahuila. Recorrieron calles y canales, despejaron accesos, revisaron estructuras, viviendas, hicieron una primera evaluación de los daños. A la mañana siguiente, se avanzó en labores de limpieza y se ofrecieron despensas, cobertores y pliegos de hule para aminorar las goteras de las casas. El Centro Cultural y Deportivo La Jabonera se habilitó como albergue. El alcalde Román Alberto Cepeda González visitó la zona hasta dos días después del suceso.
Juan Adolfo Von Bertrab Saracho, titular de la Dirección de Obras Públicas de Torreón, indicó que una de las observaciones fue el registro de 11 estructuras irregulares (puentes, viviendas, cocheras) sobre los arroyos. Mismas que, desde su punto de vista como ingeniero civil, tendrían que ser retiradas, pues además de invadir un espacio público, obstruyen el paso del agua. El caso es estudiado con otras dependencias municipales como la Dirección de Urbanismo. Una de las propuestas consiste en reconstruir los pasos peatonales con una altura adecuada, a no menos de un metro del fondo de los canales.
—Al haberse realizado sin normativa oficial, algunas de ellas tienen muy poca altura y nos causan taponamientos por basura o por ramas y piedras que bajan del cerro. Una vez que se empieza a taponar la primera estructura, el agua busca su cauce (porque aunque el canal esté tapado no va a dejar de fluir cuesta abajo) y se dan este tipo de problemas de afectación patrimonial a algunas viviendas que se encuentran en el sector.
Otro asunto fue el retiro de más de mil 500 toneladas de lodo y escombro, para lo cual se realizaron 40 viajes de camiones y camionetas de la cuadrilla de limpieza conocida como La Ola, así como retroescavadoras y tolvas de recolección. Además, en la colonia José R. Mijares, se reparó la línea de agua potable dañada en el canal El Huizache.
Por su parte, Claudia Verónica González Díaz, coordinadora regional de Protección Civil del Gobierno de Coahuila, reportó veinte casas dañadas tras un recorrido encabezado el 4 de julio por Ramiro Durán García, titular de esa dependencia estatal. Tras un peritaje el número ascendió a 78.
Mientras tanto, la vida en el poniente de Torreón se reactiva. La gente vuelve a caminar por las calles, a bordear los arroyos para ir al trabajo o por el mandado al mercado Alianza. “Pa’ volver a hacer camino”, como canta una canción del grupo Bronco. Ante la intermitente rodada de la ruta Polvorera, los canales guardan silencio. El agua que los desbordó es ahora rumor fantasma.