En otras ocasiones he escrito sobre la economía femenina, por ejemplo, asociada con la menstruación. En esta oportunidad quisiera ampliar la reflexión hacia otro tipo de grilletes para “encajar” en la sociedad. Me refiero a actividades simples y cotidianas que desarrollamos sin que existan recibos o descuentos por nómina, por lo que se ignora que tienen un costo. Asumimos este gasto como algo natural y necesario para cumplir con los estándares estéticos. Involucra pequeñas decisiones que exigen tiempo, dinero, energía y silencios. Su importe pasa desapercibido, siendo nosotras mismas quienes lo hacemos invisible.
Mi intención no es victimizar a la mujer, sino visibilizar esta situación para reconocer que se trata de una deuda social. Los estudios de género insisten en que la desigualdad no siempre se manifiesta explícitamente, pues hay formas sutiles, estructurales y cotidianas de las que no se habla, entre ellas los costos invisibles que absorbemos para cumplir con los mandatos de género culturales y sociales.
Sería fácil estimar cuánto invertimos en la gestión de la apariencia: ejercitarnos, depilarnos, maquillarnos, tener un buen corte de cabello, teñirnos y secarnos el pelo, vestir la ropa adecuada para la ocasión, perfumarnos o elegir los accesorios para sentirnos bellas y aceptadas.
Pero hay muchos otros gastos que no se calculan.
Ser mujer no sólo demanda verse bien, además se nos exige suavizar el carácter. Somos cuidadoras, así que debemos ser amables, no levantar la voz y conciliar en el trabajo y la familia. Incluso en las redes sociales hemos de moderar nuestras opiniones para no incomodar o que se nos califique de intensas. La crianza de los hijos, el cuidado de los padres, el hogar, las mascotas o las personas enfermas son tareas que desempeñamos sin cuestionar, sin pensar qué tanto nos merman física y emocionalmente.
Nos demandamos a nosotras mismas estar dispuestas a la escucha atenta de los problemas de otros. No se habla de esto, no se mide, pero implica esfuerzo y cansancio para adecuar y sostener la vida de las familias.
Es necesario que las mujeres nos preguntemos qué hacemos por elección y qué por expectativas, pues esto conlleva costos económicos, psicológicos y físicos. Invertimos tiempo en nosotras para vernos bien, pero ni siquiera reconocemos el precio real de ser mujer, porque se ha invisibilizado. Nuestro rol incluye tiempo, dinero y energía, ¡y no estamos valorándolo! Si el costo de ser mujer no se nombra, entonces se normaliza el sacrificio, la entrega y el desgaste. Muchas mujeres se sienten agotadas sin saber la razón.
Empezar a hablar de esto y hacerlo visible contribuirá a reconocer que la medición de la igualdad no se circunscribe a salarios o puestos de trabajo, sino también a que cotidianamente nos sintamos libres y apreciadas. Reflexionemos sobre por qué una sonrisa es más valorada que una opinión; aprendamos a pedir lo que requerimos, a expresar nuestro cansancio. No olvidemos que el cuerpo, el tiempo y la voz de las mujeres son recursos limitados al servicio de los demás. Nadie nos cuidará si no empezamos a hacerlo nosotras.