Vivimos en un mundo atravesado por la violencia y la desigualdad. No son excepciones, sino constantes de una sociedad regida por el dinero, que mercantiliza la vida en todas sus formas. Esta dinámica nos empuja a normalizar el terror o, en el mejor de los casos, a buscar —o construir— alguna forma de esperanza a la cual aferrarnos. Una esperanza que no sea sólo espera, sino práctica: anticipación de “otro mundo” posible.
La esperanza no es un sentimiento abstracto, sino una construcción cotidiana. Es el comienzo de una vida que, aún entre contradicciones, prefigura justicia y dignidad. Y esa esperanza puede comenzar con algo tan sencillo —y a la vez tan profundo— como sembrar plantas en casa o en la colonia.
Puede parecer ingenuo pensar que sembrar plantas transforme el mundo. Tal vez lo sea. Lo que sí es cierto es que esta acción, cuando se realiza colectivamente, se vuelve profundamente subversiva con el status quo. No sólo resiste la hegemonía del asfalto y del supermercado; también—y sobre todo— desafía el individualismo exacerbado y la vida social surgida por el dinero.
¿Qué tiene de especial sembrar plantas con otras personas?Tal vez poco, y sin embargo, en tiempos donde lo común es pasar por encima de los demás para sobrevivir, decidir organizarse, cuidar juntes la tierra, compartir el fruto, es transformador. En esa sencillez hay una grieta por donde se cuela la posibilidad de “otro mundo”.
Siguiendo a John Holloway, podría decirse que estas acciones son gritos, negaciones del mundo que nos niega. Sembrar plantas colectivamente es un acto que dice ¡No! a la violencia del dinero, ¡No! a la desesperanza. Pero también es un ¡Sí!: una afirmación que comienza a construir algo distinto. Es una forma concreta de autodeterminación social: de tomar en nuestras manos, junto con otras y otros, la decisión sobre cómo queremos vivir, alimentarnos, organizarnos, resistir.
Esta práctica encierra, al menos, tres dimensiones transformadoras. Primero, rompe —aunque sea de manera incipiente— con la lógica del consumo que nos hace depender del dinero para sobrevivir. Segundo, al exigir organización y acuerdos, confronta el mandato de la autosuficiencia y promueve formas justas de trabajo y disfrute colectivo. Tercero, y más importante, implica la construcción común de una alternativa: un gesto pequeño que prefigura, desde la contradicción, un mundo donde el valor no esté determinado por el mercado, sino por los vínculos y la vida compartida.
Sembrar plantas con otras personas puede parecer poco. Y sí, en muchos aspectos seguimos atrapados en la lógica del capital: seguimos comprando gran parte de nuestros alimentos, seguimos sujetos a estructuras que nos fragmentan. Pero ese pequeño gesto puede ser el comienzo de una afinidad, una alianza, una comunidad.
Desde ahí se puede avanzar hacia otras formas de organización: en la alimentación, sí, pero también en la recreación, la salud, la vida comunitaria, etc.
Este es, por ahora, uno de mis puntos de partida.
¡Hasta encontrarles a todes! [email protected]