
Acceso al beguinato de Brujas, Bélgica. Imagen: Wikimedia
En la Edad Media, durante el siglo XII, comenzaron a surgir ciudades femeninas dentro de urbes como Brujas o Gante, en la región de Flandes (Europa Occidental), aunque este modelo pronto se extendió a regiones de Países Bajos, Francia, Alemania, Austria, Italia, Polonia y España. Se les llamaba beguinatos, y eran hogar de miles de mujeres que buscaban una forma de vida más allá de las escasas opciones que se les ofrecían en aquella época: casarse con un hombre o casarse con Cristo. Cualquiera de estos dos casos significaba someterse a la voluntad de uno o varios hombres, fuera su esposo o las autoridades eclesiásticas (masculinas, por supuesto).
Pero en los beguinatos era diferente. Cada una de estas “ciudades dentro de ciudades” albergaba una comunidad de mujeres autosuficientes e independientes que se dedicaban a seguir una vida profundamente espiritual sin pertenecer a una orden religiosa, pues afirmaban que no era necesaria la intervención de la Iglesia para mantener una relación estrecha con Dios. Oraban, cuidaban de los enfermos, apoyaban a los pobres, criaban a los huérfanos y brindaban educación a niños y niñas; pero, a diferencia de las monjas, podían dejar de ser beguinas cuando lo desearan y no emitían votos de castidad, obediencia ni pobreza. Es decir, eran libres.
En 1998, los beguinatos flamencos fueron declarados Patrimonio de la Humanidad por la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco), debido a que son “testimonio excepcional de una tradición religiosa nacida en el noroeste de Europa en la Edad Media”, según indica la propia institución en su página web. Además, son sitios construidos con el estilo arquitectónico típico de Flandes y corresponden a las necesidades espirituales y materiales de “mujeres que consagraron su vida al servicio de Dios sin retirarse del mundo”.
CONFIGURACIÓN AUTOSUSTENTABLE
La estructura de los beguinatos estaba conformada por un conjunto de edificios, en su mayoría viviendas, dispuestos en torno a un amplio patio que funcionaba como huerto o área para cultivar plantas medicinales. En cada uno había también una iglesia o, al menos, una capilla; además, la mayoría contaba con un hospital, reflejo del propósito de las beguinas de ayudar a los más necesitados en una época de guerras, hambruna y enfermedades como la lepra o la peste negra.
“Al menos seis de los grandes beguinatos de Brabante y Henao se formaron con beguinas que ya trabajaban en un hospital previamente (por ejemplo, Gante, Lille, Valenciennes), en otros siete beguinatos se construyó la enfermería en su fundación (como Amberes o Cambrai) y otros muy numerosos construyeron el hospital poco después”, explica Silvia Bara Bancel, doctora en Teología, en su ensayo Las beguinas y su “regla de los auténticos amantes” (2016).
La atención a los enfermos les proporcionaba fondos y tierras, no por parte de los pacientes en sí (quienes eran pobres), sino de miembros de la nobleza que admiraban la labor de las beguinas y decidían apoyarlas, como es el caso de las condesas Juana y Margarita de Constantinopla. La primera financió la edificación de uno de estos hospitales en Gante y, después, ambas hermanas impulsaron la construcción de beguinatos en varias ciudades flamencas donde el comercio textil estaba cobrando auge. Así, las mujeres pertenecientes a estas comunidades podían dedicarse a esa u otras industrias, como la repostería, para obtener ingresos propios sin abandonar sus actividades religiosas. Para ello había destinados talleres donde podían fabricar productos como telas, ropa y velas.
El rey Luis IX fue otra figura importante en la expansión de los beguinatos (que llegaron a ser más de 100 en toda Europa), pues mandó construir uno en París, Francia.
“De este modo, no sólo mujeres nobles y de la alta burguesía, sino también otras con menos recursos, tuvieron la oportunidad de hacerse beguinas, ya que la vivienda y el sustento estaban garantizados”, apunta Bara Bancel.
Si bien se desconoce el origen de este movimiento religioso, es probable que estuviera ligado a las guerras que se libraban en aquella época. Mientras los hombres acudían a los campos de batalla, muchas mujeres se quedaban solas haciéndose cargo de sus hijos. También había un gran número de viudas y de solteras ante la escasez de varones en las ciudades, donde la densidad de población aumentaba y, con ello, el número de pobres y enfermos.
Así, una gran cantidad de mujeres con esposos desaparecidos, o sin el dinero o el deseo de pertenecer a una orden religiosa, optaron por formar estas comunidades donde convivían todas las clases socioeconómicas. En los complejos arquitectónicos que ocupaban, las de mayores recursos económicos y educación se dedicaban a la enseñanza, la traducción de textos religiosos del latín a las lenguas vulgares —contribuyendo así a su democratización— o a la escritura; mientras que las más pobres trabajaban en los talleres antes mencionados y realizando actividades domésticas. Todas, sin embargo, convergían en los recintos dedicados a la oración y en los destinados a ayudar a los necesitados, espacios que definían el propósito de su existencia.
ESPACIOS PARA LA SORORIDAD
La arquitecta Mónica Sánchez Bernal, en su investigación Vivienda y mujer: herencias, autonomías, ámbitos y alternativas espaciales (2013), retoma los beguinatos como ejemplo de lugares configurados para permitir la protección de las mujeres, niños y niñas que los habitan, y para propiciar la solidaridad entre ellas.
“Al igual que en los beguinatos, en estos espacios (pensados con perspectiva de género) debe darse la sororidad, generando vecindarios que permitan el reconocimiento de quienes están allí. Así, podemos apoyarnos con redes sociales cuando haya peligro”, afirma en un artículo para la Universidad Nacional de Colombia.
Respecto a este sentido de comunidad segura para las mujeres, cabe decir que los beguinatos solían estar amurallados en sus inicios y, si bien sus pobladoras podían entrar y salir a voluntad durante el día, de noche las puertas de aquellas pequeñas ciudades permanecían cerradas para evitar amenazas del exterior. Además, la fachada de las viviendas daba a los patios interiores. “La inversión del acceso a las casas, desde el espacio interior y no desde la calle, es el mecanismo principal que permite proteger y dar unidad al uso dentro del conjunto”, apunta la arquitecta Elena Martínez Millana en su investigación Habitando la heterotopía: los beguinatos.
Pero esa distribución no sólo tiene una función de seguridad, sino de convivencia: “Crearon un interior, un espacio de intimidad que se extendía desde la casa hasta la ciudad, espacio al que todos los habitantes podían tener acceso”, continúa Martínez Millana. Es decir, el diseño de los beguinatos favorecía el contacto entre quienes vivían en él, manteniendo una cohesión social notable que acogía a quien lo necesitara.
A ellos llegaban prostitutas, mujeres embarazadas fuera del matrimonio y jóvenes abandonadas que, después de recibir atención, regularmente se convertían en beguinas para continuar la labor solidaria de la que se habían beneficiado. L
a autonomía de la que gozaban estas mujeres, sin embargo, no era bien vista por la Iglesia y las tensiones se fueron acumulando hasta que, en el siglo XIII, el papa Clemente V condenó este modo de vida como herejía. Poco a poco se fueron disolviendo las comunidades en los beguinatos. Muchas se unieron a órdenes religiosas para continuar con su vocación espiritual, pero perdieron los derechos y libertades de los que gozaban como beguinas, aunque algunas todavía siguen ocupando estos espacios que alguna vez fueron un remanso de paz femenina en medio del caos urbano medieval.