Siglo Nuevo

Enrique Sada Sandoval

La ilusión de la Tierra Prometida, Israel y la crónica del eterno éxodo

Esta nación judía surgió como respuesta al antisemitismo, que había sometido a la comunidad hebrea a una larga diáspora desde hace siglos-

La ilusión de la Tierra Prometida, Israel y la crónica del eterno éxodo

La ilusión de la Tierra Prometida, Israel y la crónica del eterno éxodo

ENRIQUE SADA SANDOVAL

Como una especie de fantasma en medio de la noche, o como manantial codiciado entre la muerte y la nada, donde prevalece el fuego de la arena incandescente, lo que hoy en día conocemos como Israel ha sido un lugar codiciado desde hace siglos. Como tronco inicial de las tres principales religiones monoteístas y cuna de la cristiandad, que es la madre de la cultura occidental actual, esta tierra ha enfrentado una serie de cambios y convulsiones a lo largo de la historia.

Muchas de las luchas milenarias que se han desarrollado en torno a este sitio estratégico han sido por naturaleza geofísica, más que por sus recursos en sí mismos. Es puente entre el continente africano por el sur-poniente, camino abierto a través del mar hacia Europa continental en el norte y puerta de acceso al continente asiático desde el oriente medio.

Como puerta codiciada se ha teñido de rojo desde los albores de la humanidad; por lo tanto, para comprender su importancia presente y futura, es preciso iniciar un recorrido desde donde todo comenzó.

LA TIERRA PROMETIDA

Uno de los mitos fundacionales —tanto para los judíos de sangre y nación (los de Sefarad y Salónica) como para los autoidentificados askenazi— es el Éxodo o salida del pueblo hebreo desde Egipto (datada en el 1447 a. C.), tras 430 años de servidumbre, luego de la salvación de un niño judío abandonado y adoptado por una princesa de la estirpe del faraón: Moisés. La epifanía que tuvo al presenciar el milagro de la zarza ardiente en el desierto, lo llevó a iniciar una campaña por la liberación de sus hermanos de raza ante el faraón, quien, negándose al inicio, terminó por acceder tras una serie de prodigios realizados por Moisés ante su corte. Uno de ellos fue terminar con siete plagas que habrían de torcer el brazo del monarca para acceder a la salida de los judíos de Egipto, no sin antes una persecución que terminaría con uno de los milagros más conocidos de La Biblia: la apertura del mar Rojo para que los hebreos pudieran cruzar en seco de manera multitudinaria, seguidos por el cierre del océano, que acabaría con la vida del faraón y sus ejércitos bajo el agua.

Moisés subió a la cima del Monte Sinaí, donde Dios mismo entregó al libertador judío las tablas con los Diez Mandamientos. Más que Abraham y su descendencia legítima a través de Isaac, la idea de un derecho divino se sostiene para el judío en la huida de Egipto hacia la Tierra Prometida.

A lo anterior siguió una serie de prodigios para la supervivencia del pueblo hebreo, que por su falta de fe terminaría peregrinando 40 años en el desierto, antes de que Dios le permitiera entrar en territorio de Canaán, donde se hallaban asentadas varias tribus que tendrían que combatir para ocupar el sitio que estimaban de su propiedad.

Sin embargo, conforme al relato plasmado desde el Pentateuco y legado posteriormente a La Biblia —tras su compilación en el Concilio de Cartago por orden del Papa San Dámaso, en el año 387 d. C.—, existen contradicciones en cuanto a la veracidad de este hecho, empezando por las fechas registradas.

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"Moisés y la zarza ardiente". Dirk Bouts, 1450-1475.

El primer problema que se presenta es que se manejan dos fechas distintas: la primera corresponde al siglo XV a. C., misma que se registró en el Primer libro de los Reyes: “Y aconteció que en el año cuatrocientos ochenta después que los hijos de Israel salieron de Egipto, el cuarto año del reinado de Salomón sobre Israel, en el mes de Zif, que es el mes segundo, comenzó él a edificar la casa de Yahweh” (I Re, 1-6). Ahora bien, conocemos que Salomón inició su reinado en el año 971 a. C., por lo que el cuarto año correspondería al 967 a. C., con lo que 480 años anteriores fijaría los eventos del Éxodo en el 1447 a. C., bajo Tutmosis III como faraón.

No obstante, si atendemos a los hechos históricos resulta difícil aceptar dicha cronología, puesto que los judíos esclavos habrían sido obligados a construir las ciudades de Ramsés y de Pitom en Egipto, según el Libro del Éxodo (I, 11), pero dichas poblaciones no existían ni por asomo en el siglo XV a. C. Atendiendo lo anterior y a partir de la hermenéutica como herramienta científica, los expertos asumen que dicha fecha es simbólica y representa lo que dura toda una generación —40 años— multiplicada por el número que corresponde a las 12 tribus de Israel, cuyo resultado es 480.

Lo anterior nos lleva a una segunda fecha conflictiva: el siglo XIII a. C., durante el reinado de Ramsés II, quien nunca murió sepultado por las aguas del Mar Rojo, como reza uno de los Salmos (CXXXVI, 15), ni perdió a su hijo primogénito durante ninguna plaga. De hecho, este le sucedió en el trono y Ramsés II vivió 90 años, falleciendo de muerte natural y sin que sus ejércitos se ahogaran, como pretende el relato judío recogido posteriormente en La Biblia según el Éxodo (XII, 29 y XV, 4).

Por otra parte, ninguna fuente egipcia a través de relieves, grabados o papiros registra que haya ocurrido esto, ni menciona la supuesta estancia de los judíos por 430 años, ni aparece el pueblo de Israel como alguno de los que fueron sometidos durante este periodo, ni tampoco el paso de dos millones de hebreos que narra el Libro del Éxodo. De hecho, durante el reinado de Ramsés II se había construido una serie de caminos, puestos de control y fortificaciones en el área señalada por la tradición judía. Es decir, la vigilancia real era tan constante y puntillosa que según el papiro Anastasi V, que data del siglo XIII a. C., los guardias de un fuerte piden informes a los de otro para reportar la huida de dos esclavos, de modo que dos millones no habrían podido pasar desapercibidos.

Los arqueólogos tampoco han hallado evidencias de la estancia ni de los supuestos campamentos hebreos durante este periodo; en cambio, sí han logrado rescatar vestigios de viajeros de grupos de no más de cinco personas. El paso y, sobre todo, la estancia prolongada de dos millones de individuos tendría que haber sido evidente, especialmente durante 40 años de supuesta peregrinación en esta zona. Ni siquiera hay rastros en el oasis de Cadesh Barnea, donde el Libro del Deuteronomio (II, 14) menciona que se asentaron los hebreos durante 38 años.

Lo mismo ocurre con la referencia a que los judíos, para llegar a Canáan, lucharon contra los reyes de Edom, de Moab y de los amorreos, según el Libro de los Números (XX, 14-21; XXI, 21-25 y XXII), cuando dichos reinos ni siquiera existían en aquella época.

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Según el Libro de los Números, los judíos, para llegar a Canáan, lucharon contra los reyes de Edom, de Moab y de los amorreos.

Pero aunque algunos aseguran que como hecho histórico el Éxodo nunca existió, como es el caso del arqueólogo Israel Finkelstein —académico israelí, director del Instituto de Arqueología de la Universidad de Tel Aviv y corresponsable de las excavaciones en el legendario Megido, al norte de Israel—, si algo queda claro es que no se pudo haber urdido todo a partir de la nada.

Lo que sí sabemos es que durante el reinado de Tutmosis III en el siglo XV a. C., Canáan se encontraba bajo dominio egipcio debido a su natural posicionamiento, en virtud de cuyo valor estratégico se constituyeron varias polis o ciudades-estado que, por decreto real, se encontrarían bajo el mando de un funcionario designado por el faraón como su administrador y representante de la autoridad real. A través de una serie de puestos de vigilancia y de comercio controlado, se sometió a los naturales a una serie de impuestos que en algún momento parecieron bastante elevados a sus habitantes, conservándose registro del envío de los mismos —varias cosechas de granos y hasta obsequios— a Egipto, para entregarse en el Palacio Real ante la presencia de la Corte.

No fue sino hasta ya entrado el siglo XIII a. C., que los canaanitas empezaron a desarrollar una identidad común bajo el mandato egipcio, asumiéndose como “israelitas” a partir de este periodo. La elección de este gentilicio puede rastrearse hasta los orígenes relatados en el Génesis (XXXV, 9-11) como midrash o alegoría pormenorizada sobre la Creación, y la designación de Abraham y sus descendientes como “pueblo elegido” por Dios tras sacarlo de Ur y asentarlo en Canaán con su familia, de quienes posteriormente nacería Jacob. Tras combatir con un ángel, Jacob recibió un nuevo nombre: Israel, “quien ha luchado con Dios”. El hecho es significativo puesto que un nuevo nombre por parte de Dios representa Patriarcado y primacía sobre otros. Esto también ocurriría en el Nuevo Testamento, en el Evangelio de San Mateo (XVI, 18), al momento en que Cristo cambia el nombre de Shimon bar Yonah a Kephas o Pedro, designándole mayordomía sobre los demás apóstoles al pescador y discípulo de Galilea.

Sobre este nombre de primacía, Israel, es que se empezó a forjar la idea y la necesidad de una nueva identidad comunitaria, con la que se pretendió asimilar a todos los pueblos y tribus de la región a la sombra del dominio faraónico, ante el cual se encontraban obligados a remitir no solamente granos e insumos, sino también personas a manera de obsequios o tributo.

Esta práctica incluía la remisión de esclavos o sirvientes por parte de las autoridades locales para ser entregados ante la corte del faraón o para uso particular de las familias principales de Egipto —algo muy común en el mundo antiguo—, tal como demuestra el papiro conocido como Cartas de Amarna, que reúne correspondencia personal compilada en torno a los usos, administración y diplomacia por parte del faraón con los funcionarios ante quienes delegaba la gestión pública. Dentro de esta colección existe una carta en particular, la “Amarna 288”, donde se refiere al “rey de Jerusalén”—muy probablemente designado por el faraón como representante en la región—, a quien le envía como regalo y para su servicio a 80 prisioneros, 10 esclavos y 21 mujeres jóvenes “muy bellas y sin defecto alguno”.

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Una de las cartas de Amarna con escritura cuneiforme grabada en una tablilla de arcilla.

El nombramiento de prisioneros y esclavos tiene mucho que ver con la inconformidad de los israelitas hacia la opresión egipcia, misma que generó revueltas en la región. Estas tuvieron que ser pacificadas por la espada en el año 1207 a. C., tras la intervención directa del faraón Merenptah, quien tras su triunfo erigió una estela conmemorativa de la batalla y reconquista, enumerando a las tribus y pueblos sometidos, entre los que nombra a Israel. Esta es la primera evidencia histórica en que aparece ese gentilicio.

Luego de 350 años de férrea dominación egipcia sobre los israelitas, cerca del año 1150 a. C., ocurriría un acontecimiento que cambió el tablero. Bajo el reinado del faraón Ramsés III, las naciones bárbaras denominadas “los pueblos del Mar” invadieron Egipto, obligando al gobierno a concentrar todas sus fuerzas, personal e insumos en una lucha por preservar su territorio central, por lo que abandonaron por completo aquellas colonias que antaño mantenían anexadas bajo su dominio. Así, la región de Canaán finalmente fue liberada. Partiendo de este hecho se puede hablar justamente de cómo los israelitas se vieron libres “de la servidumbre egipcia”, según su relato hegemónico, aunque por condiciones muy distintas a las que ellos han transmitido por tradición oral y escrita, pues fue Egipto quien abandonó Israel ante la urgencia de preservar su territorio original, y no al revés.

El hecho de que lo anterior haya ocurrido no niega la posibilidad de que quienes se encontraban como servidumbre en la parte central del reino faraónico hayan aprovechado esa situación para repatriarse finalmente. De este modo, el relato mosaico —que niegan los arqueólogos modernos— bien pudiera cobrar sentido, aunque en menor escala que los millones de hebreos que refiere La Biblia y que hasta la fecha no han podido ser demostrados arqueológica o históricamente, como refiere Finkelstein en su obra The Bible unearthed: Archeology’s new vision of Israel and the origin of its sacred texts (La Biblia desenterrada).

AUGE Y CAÍDA DEFINITIVA DE UN REINO

Bajo el mandato del rey Josías (del 640 al 609 a. C.), finalmente se recopiló una serie de tradiciones y de textos religiosos que serían transmitidos de generación en generación para cimentar la idea de un reinado único y absoluto, sustentado bajo una sola estirpe real —proveniente de la Casa de David— y centralizado en un solo templo para la adoración monoteísta y el culto común: el Templo de Salomón. Esa medida se tomó ante el constante amago de otras naciones invasoras como los egipcios, los griegos y los babilonios, y por ello se consolidó el relato hegemónico bajo el cual se intenta preservar la unidad a toda costa, sobre todo teniendo como antecedente la separación de Israel en dos reinos con diferente culto: los monoteístas (con Roboam, hijo de Salomón) que asentarían su capital en Jerusalén, y los difusos politeístas (bajo el mando de Jeroboam).

Sin embargo, la idea de un solo reino, al igual que el deseo de una era de paz, se vio descarrilada por la invasión de los babilonios bajo el mando del rey Nabucodonosor, quien destruyó la ciudad y el templo de Salomón, saqueando sus tesoros sagrados y llevándose a los israelitas como esclavos bajo una nueva servidumbre que no terminaría hasta el reinado de Ciro, líder de los Persas, del 608 al 516 a. C. Este monarca permitió a los judíos su retorno a la tierra de sus padres, llegando incluso a regresar los vasos sagrados del templo a sus sacerdotes para la posterior rehabilitación del culto.

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"El asedio y destrucción de Jerusalén por los romanos bajo el mando de Tito". David Roberts, 1850.

Sin embargo, la servidumbre definitiva volvió de manera terminante, más que por los amagos del exterior, por efecto de las guerras intestinas entre los mismos judíos en el siglo II a. C. Consecuencia de ello fue la invasión helénica perpetrada por el rey Antíoco IV Epífanes hasta imponerse como amo definitivo, gracias a las disputas constantes de los propios judíos por el poder. Ecos de estas guerras fratricidas pueden rastrearse incluso a lo largo del Antiguo Testamento, donde vemos a profetas mayores padecer persecución o amago, como en el caso de Elías y su discípulo Eliseo, o el exilio y martirio a manos de los propios judíos, como en el caso de Jeremías e Isaías.

Entre los años 129 y 116 a. C., el reino seleúcida sufrió derrotas que fueron aprovechadas por el gobernante y Sumo Sacerdote de Jerusalén, Juan Hircano, quien había iniciado desde el 110 a. C. la conquista de territorios colindantes hasta apuntalar una nación hebrea que se transformaría en reino bajo Aristóbulo, hijo de Hircano. Para el 104 a. C., este territorio tuvo su mayor expansión durante el mandato de su hermano y sucesor Alejandro Janneo (103 - 76 a. C.)

La muerte de Alejandro desencadenó una guerra civil que terminó con la intervención romana en el año 63 a. C. Tras el enfrentamiento bélico, conocido como Tercera Guerra Mitridática, se estableció la provincia de Siria sobre los restos del reino seleúcida, de modo que el reino asmoneo tendría a Roma como nación vecina y aliada. En Siria se encontraba el victorioso general romano Pompeyo, quien fue llamado para auxiliar al derrocado príncipe asmoneo Hircano II. Pompeyo tomó Jerusalén y lo entronizó como sumo sacerdote y etnarca, pero no como rey de los judíos, convirtiendo la región en protectorado de Roma.

Tras la invasión de los partos, el Senado romano nombró rey de Judea a Herodes, idumeo (bastardo descendiente de Isaac) criado como judío, quien fue funcionario de Hircano II y estuvo casado con su nieta Mariamna I. El reino de Judea bajo su mando comenzó en el año 37 a. C., tras la captura de Jerusalén. Además de Judea, el territorio abarcaba una buena extensión en el Levante. Durante ese período se construyó la ciudad y puerto de Cesarea, que se convirtió en una de las capitales del reino a la par de Jerusalén.

Tras la muerte de Herodes, el emperador Augusto dividió el reino entre tres de sus hijos: dos de ellos, Filipo II y Antipas, se instauraron como tetrarcas de Iturea-Traconítide y Galilea-Perea; en tanto el tercero, Arquelao, recibió Judea, Samaria e Idumea como etnarca hasta que las protestas de la aristocracia judía lo relevaron del mando por su mal gobierno, convirtiendo a Judea en una provincia gobernada por un prefecto militar.

En este contexto nació el galileo Jesús de Nazaret, quien proclamándose el mesías anunciado por los profetas, inició su predicación religiosa durante tres años entre los pobres, las mujeres, los enfermos, los niños y los paganos —que eran despreciados por la sociedad judía—, hasta atraerse la muerte por envidia a manos del sumo sacerdote y el sanedrín. Conspirando contra él, hicieron que fuera aprehendido por las autoridades romanas para darle muerte crucificado, naciendo así la cristiandad como una secta judía que, dirigida por uno de los discípulos de Jesús, Kephas o Simón Pedro, inició una revolución espiritual que transformaría al mundo para siempre.

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"Cristo crucificado" (1632), por Diego Velázquez.

El martirio y persecución emprendida contra ellos por las autoridades judías y romanas les hizo huir de Jerusalén hasta Antioquía, y de ahí al corazón del Imperio Romano, donde esta doctrina alcanzó su mayor difusión marcando pauta: el antes y el después de Cristo, vigente hasta la fecha como parteaguas histórico.

Durante este periodo hubo un conato de rebelión judía que llevó al asedio y destrucción definitiva de Jerusalén bajo la dirección de Tito, cerca del año 70 d. C., quien dio instrucción de que fuera arrasada hasta sus cimientos. Este acontecimiento terrible orilló a los habitantes a actos barbáricos como el canibalismo, hasta la última resistencia sobre la meseta de Masada, donde muchos terminaron su vida entre el suicidio, la masacre y la esclavitud.

Este episodio dio inicio a la diáspora o exilio definitivo de los judíos. Sus ecos pueden hallarse prefigurados tanto en el libro del profeta Ezequiel (IV-V) como en el Nuevo Testamento —escrito por los apóstoles y discípulos de Jesús—. En el Evangelio de San Lucas (XXI, 24) y en el Apocalipsis de San Juan se presenta la ruptura de los cristianos respecto a los seguidores de Moisés, quienes no reconocen a Cristo como el mesías. El quiebre se palpa a través de las alegorías en que la antigua ciudad santa es retratada como una prostituta (XVII y XVIII) vestida de púrpura y rojo —el color del traje de los sumos sacerdotes judíos—, embriagada con la sangre de los mártires y los profetas sobre una bestia de diez cuernos (XIII, 1-8) —la corona de diez picos con que los césares aparecían en los denarios de Oriente— que simbolizará al Emperador Nerón, perseguidor de los cristianos, sobre las siete colinas (XVII, 7-18) en que se encontraba Jerusalén (Goath, Gareb, Acra, Besetah, Sion, Ophel y Moria) antes de su destrucción.

DEL ANTISEMITISMO AL ESTADO DE ISRAEL

Tras el intento de rebelión de Bar Kojbah, que según Flavio Josefo cobraría más de un millón de vidas judías y 97 mil esclavos —del año 132 al 135 d. C.— sobre lo que quedaba de Judea como provincia romana, las autoridades dispusieron en el año 150 la construcción de una nueva ciudad sobre los restos de la antigua Jerusalén: la pagana Aelia Capitolina de la que es muy probable que provenga el llamado Muro de los Lamentos que la creencia judía propone como restos del templo de Salomón, aunque no se ha encontrado sustento arqueológico que respalde dicha afirmación.

Desde entonces inició un largo peregrinar por parte de los sobrevivientes que continuaron migrando de reino en reino hasta la Baja Edad Media, cuando a manera de fenómeno de aculturación regional aparecieron los jázaros, que se autopercibían como hebros y se consideran antecesores del grupo judío askenazi.

Los orígenes de los jázaros son inciertos: los expertos creen que son turcos migrados al oeste, identificándolos incluso como un pueblo búlgaro procedente de Asia Central, puesto que su nombre parece estar ligado a un verbo búlgaro que significa “errante”.

Pero algunos historiadores rusos los consideran un pueblo autóctono del norte del Cáucaso; otros, como Douglas M. Dunlop, los vinculan a una tribu uigur, llamada K’o-sa en fuentes chinas. Sin embargo, la lengua jázara parece de origen huno, similar a la hablada por los primeros búlgaros. De aquí que el historiador Sholomo Sand los considera el origen religioso y étnico de los judíos askenazis, definiéndolos como una mezcla de rusos y búlgaros que se convirtieron al judaísmo en la Baja Edad Media, cuando migraron a Europa del Este.

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Muro de los Lamentos.

Durante este tiempo, tanto los hebreos legítimos como los jázaros enfrentaron cierto rechazo en varios reinos debido a circunstancias históricas poco claras. Eran protegidos solamente por la potestad de la Iglesia Católica a través de sus papas, como reconoce el Rabino David G. Dalin es su afamada obra The myth of Hitler’s Pope: How Pius XII saved the jews from the nazis (El mito del papa de Hitler: cómo Pío XII salvó a los judíos de los nazis):

“El hecho histórico es que los papas se han expresado frecuentemente en defensa de los judíos, los han protegido durante las épocas de persecución y pogroms y han apoyado su derecho a realizar su culto religioso en las sinagogas. Tradicionalmente los papas han defendido a los judíos de los feroces alegatos antisemitas. De forma regular condenaron a los antisemitas que trataban de incitar a la violencia contra los judíos... como apunta el gran estudioso judío de la Universidad de Cambridge, Israel Abrahams: 'Fue tradición de los papas de Roma proteger a todos los judíos que tenían a mano'”, especialmente a los que vivían en España e Italia. Y todavía más, como apunta el historiador Thomas Madden: 'De todas las instituciones medievales, la Iglesia se mantuvo firme en Europa en su continua condena de las persecuciones contra los judíos'”.

Por su parte, Cecil Roth, autor de la Enciclopedia judáica y The Jewish Contribution to Civilization —el historiador judío más prolífico y erudito del siglo XX—, señala que durante muchos siglos de antisemitismo los papas romanos fueron con frecuencia los únicos líderes mundiales que alzaron su voz en defensa y apoyo de los judíos: “De todas las dinastías europeas, el Papado no sólo se negó a perseguir a los judíos ... sino que a lo largo de los siglos fue su protector (...) la verdad es que tanto los papas como la Iglesia Católica desde sus primeros tiempos, nunca fueron responsables de las persecuciones físicas de los judíos; y solamente Roma, entre todas las capitales del mundo, se ve libre de la ignominia de haber sido un lugar en donde se desarrollara también la tragedia de los judíos. Por todo ello nosotros, los judíos, debemos sentir gratitud”.

Esta actitud paternalista se encuentra incluso en las cruzadas, más allá del mito de la “leyenda negra”: campañas militares tardías como respuesta a la agresión continua que padecían cristianos y judíos tras la invasión mahometana a Tierra Santa, siendo extorsionados a través de la yizhia, como impuesto gravoso prescrito desde el Corán, y de la sharia —sistema legal islámico—, por no convertirse al Islam.

Sin embargo, esta protección se vio limitada tras el estallido de la autoproclamada Reforma protestante que, de la mano de Martín Lutero, hizo del antisemitismo una de sus banderas más violentas. Su pasquín titulado De las mentiras de los judíos sugiere a sus amos y financiadores, los codiciosos príncipes alemanes, lo siguiente: “Finalmente, en mi tiempo, fueron expulsados de Ratisbona, Magdeburgo y muchos otros lugares […] Un judío, un corazón judío, es tan duro como la madera, la piedra, el hierro, como el mismo diablo. En resumen, son hijos del diablo, condenados a las llamas del infierno. […] Quemen sus sinagogas. Niégueles lo que dije antes. Obligadlos a trabajar y tratadlos con toda clase de severidad... son inútiles, debemos tratarlos como perros rabiosos, no sea que seamos socios en sus blasfemias y vicios, y no sea que recibamos la ira de Dios sobre nosotros. Estoy haciendo mi parte. […] En resumen, queridos príncipes y nobles que tienen judíos en sus dominios, si este consejo mío no les sirve, busquen una mejor solución, para que ustedes y nosotros podamos ser liberados de esta carga infernal insufrible: los judíos”.

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Durante muchos siglos de antisemitismo, los papas romanos fueron con frecuencia los únicos líderes mundiales que alzaron su voz en defensa y apoyo de los judíos, como el papa Pío XII durante el Holocausto. Imagen: Canada. Dept. of National Defence

Desde entonces, como refiere H.W. Crocker, puede vislumbrarse a Adolfo Hitler desde Martín Lutero tanto como a Martín Lutero desde Adolfo Hitler, tomando en cuenta que la Kristallnacht —destrucción de sinagogas y locales judíos instigada por los nazis— es la misma receta dictada por el padre del protestantismo, llevada a cabo en el siglo XX.

En contraparte, desde finales del siglo XIX el jázaro Theodor Herzl, padre del sionismo, desarrolló esta doctrina supremacista y etnólatra del judaísmo, alentando a todos los judíos de todas las naciones a que se fueran a radicar en Palestina, con la desconfianza de los gobiernos europeos asentados en la región tanto como de los hebreos salonicenses y sefarditas, quienes hasta la fecha se oponen a esto, ya que creen que el único que debe restaurar el Reino de Israel es el mesías, que para ellos aún no llega.

Esta posición política llamó la atención de muchos a lo largo del siglo XX, empezando por el mismo Hitler y por el imán muftí de Jerusalén, Al-Husseini: el primero, como autor del Nacional-Socialismo y las criminales Leyes de Nüremberg, planteó la deportación de todos los judíos de Europa a Madagascar y la creación de un Estado judío en Palestina; en tanto, el segundo, aliado del Tercer Reich, fue la única autoridad religiosa en sugerirles no el traslado, sino el exterminio, con las terribles consecuencias que todos conocemos y que han trascendido como una de las mayores tragedias humanas de la historia.

LA ESPINOSA CUESTIÓN PALESTINA

El término Palestina proviene del pueblo filisteo que se asentó en la zona en el siglo XII a. C., y al que los israelitas aludían como P’lishtim y los egipcios como Palusata.

Palestina era parte de la región de Canaán, donde se encontraban los reinos de Israel y de Judá, y fue nombrada nuevamente Palestina hasta el año 135 d. C., por el emperador romano Adriano. Desde entonces y hasta la creación del Estado de Israel y el establecimiento de la Autoridad Nacional Palestina en 1948, la región ha sido una suerte de campo minado donde todas las disputas y confrontaciones llevadas por propios y extranjeros la han convertido en un Estado-Nación tristemente célebre por su constante lucha por preservar su propia identidad.

El encono de la ocupación israelí en 1967, llevó a la formación de la Organización por la Liberación de Palestina (OLP), bajo la dirección del líder Yasser Arafat, quien enfrentó de algún modo las políticas hegemónicas del Estado de Israel —aunque no siempre a través de medios legítimos—. Durante tres décadas de resistencia, contó con apoyo de otros países, e incluso de algunas organizaciones que rayarían en el terrorismo que él mismo denunciaba, como en el caso de Irán, Líbano y Arabia Saudita, que financiaron lo que hoy podremos definir como Terrorismo de Estado a través de grupos criminales como Hamas y Hezbollah.

Hoy los intentos de paz han quedado oficialmente zanjados. Nadie recuerda los Acuerdos de Oslo firmados en los noventa, ni el abrazo entre Arafat y el primer ministro israelí Yitzhak Rabin, quienes de buena fe acordaron el cese de la violencia y la mutua convivencia territorial. Sus sucesores vieron esto como un error, y hoy las tensiones se concentran sobre la Franja de Gaza luego de los muy extraños ataques terroristas perpetrados con extraordinaria facilidad por parte de Hamas en suelo israelí, mismos que han costado cientos de secuestros y víctimas de bombardeos desde 2023.

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El encono de la ocupación israelí en 1967, llevó a la formación de la Organización por la Liberación de Palestina (OLP), bajo la dirección del líder Yasser Arafat

Según cifras de Amnistía Internacional, Gaza es la prisión más grande del mundo, mientras Antonio Guterres, Secretario General de las Naciones Unidas, la define como “el infierno en la tierra”. La situación humanitaria de la región es terrible con 1.6 millones de personas, de los cuales más de la mitad son menores.

Gaza es uno de los lugares más densamente poblados del mundo, y 38 por ciento de sus habitantes vive en la pobreza; 54 por ciento padecen inseguridad alimentaria y más del 75 por ciento son beneficiarios de asistencia social. Además, 35 por ciento de las tierras agrícolas y el 85 por ciento de sus aguas de pesca son total o parcialmente inaccesibles debido a las medidas militares israelíes, que les impiden hacer uso de estos recursos. Cada día se vierten en el mar entre 50 y 80 millones de litros de aguas residuales parcialmente tratadas, más del 90 por ciento del acuífero de Gaza no es potable y un tercio de los artículos de la lista de medicamentos esenciales está agotado.

Mientras ambos pueblos no se reconozcan como hermanos en cuanto sus vínculos históricos y de sangre, en tanto no acepten el mutuo y legítimo derecho que les asiste para existir, la paz será sólo un fantasma sobre un mismo suelo que seguirá anegándose por la sangre inocente que se derrame de ambos bandos.

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