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Ellos están bien y tú también lo estarás, porque lo que te alienta es el amor, el profundo amor por ese hijo que te hace preguntar qué hacer.

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MARCELA PÁMANES

Hoy quiero compartir una carta dirigida a una madre, la cual está en busca de un diagnóstico preciso para entender qué sucede con la conducta y las emociones de uno de sus hijos. Ella me confió sus miedos y tristezas. Reproduzco estas líneas con su autorización. A veces la serenidad de lo escrito reconforta más que las palabras que decimos al calor de la conversación:

“Querida mía, muchas gracias por compartirme cómo te sientes. Espero que cuando leas esto tu ánimo esté atemperado y tengas calma, que esto que escribo con el corazón en la mano sea lo que necesitas para no rendirte.

Te voy a contar una historia con la que es posible te identifiques y haya resonancia: la vivencia de otra madre que como tú enfrentó esa búsqueda en la que te encuentras. Quiero que sepas algo, siempre hay un lado luminoso, esperanzador y de mucho crecimiento personal en lo que nos pasa y que consideramos, algunas veces, como castigo o tragedia. Casi siempre nos preguntamos ¿por qué? Y empezamos a ver con recelo a quienes no atraviesan el camino empedrado de encontrar respuestas a las preguntas. Eso es natural, conforme avances dejarás de lado todas esas interrogantes y darás paso al milagro de la aceptación y de la acción.

La historia de esta díada, madre-hijo, empieza con un nacimiento apresurado. Hubo que realizar una cesárea. El primer año transcurrió en medio de eso que llamamos ‘normalidad’. Los famosos percentiles de talla y peso empezaron a acercarse a lo esperado. La abuela preguntaba con inquietud si todo estaba bien, lo comparaban con los otros niños de la familia cuyo desarrollo era notorio.

Luego del primer año, cuando el inicio de la marcha debía darse, notaron que el pequeño se caía recurrentemente, los chipotes en su frente aparecían con frecuencia, poco a poco salió airoso de ese reto. Cuando cumplió dos años, el lenguaje fue otro aspecto que encendió la luz roja. La visita con el neurólogo pediatra fue necesaria.

Llegó el primer diagnóstico y la sugerencia de tratamiento. Hubo necesidad de incorporar terapias diversas: neurodesarrollo, lenguaje, visual, programas de estimulación y sobre todo, una vigilancia permanente a las habilidades que debía incorporar de acuerdo a la edad que iba ganando.

Esta madre cursó por muchos estados emocionales que la conflictuaron. El vaivén le hacía ir desde la alegría del progreso ganado, hasta la tristeza profunda de preguntarse si su hijo alcanzaría las metas que, suponemos, son necesarias para que las personas puedan caber en un mundo donde los estándares exigen tanto.

Y así transcurrieron los años. Hubo que reacomodar los pensamientos, hubo que apoyarse en procesos terapéuticos, hubo que confiar, hubo que equivocarse, caerse y volverse a levantar, hubo que hablar mucho entre ellos, hubo que motivar, hubo que parar para recuperar la energía perdida, hubo que trabajar el duelo de abandonar la idea de “normalidad” para trabajar la realidad de la diferencia, que si bien era evidente, el deseo de suponer que todo avanzaba la disfrazaba.

Cierto es que nada se sostiene por sí sólo, siempre hubo una voz que acompañó, el aprendizaje con base en lecturas recomendadas, la escucha constante a la intuición alimentada por el amor, la observación puntual y el cuidado en los procesos de alimentación y sueño se hicieron hábito.

Debo decirte que, gracias a todas las decisiones tomadas, esa madre nunca renunció a ocuparse de si misma en todos sentidos; sabía que para poder acompañar necesitaba la fortaleza de su propio cuidado.

Dejó de pensar en el futuro, tal vez porque la angustia nublaba su existencia. Eso dio paso al afán del día a día; renunció a las pretensiones de tener al hijo brillante, sobresaliente, prefirió al hijo equilibrado, avanzando a su ritmo y con la certeza de la estabilidad de sus emociones. Hoy la neurodivergencia apareció en sus vidas, hoy la certeza de haber encontrado un diagnóstico preciso después de tantos les da paz y tranquilidad porque finalmente nunca hubo abandono, siempre hubo atención.

Ellos están bien y tú también lo estarás, porque lo que te alienta es el amor, el profundo amor por ese hijo que te hace preguntar qué hacer. Ten la seguridad que las rutas para llegar a buen puerto las recorrerás con la entrega que se requiere, como en la vida de todos, habrá días mejores que otros. Ten calma, ten fe, confía en ti y en tu capacidad”.

Hasta aquí la carta, hasta aquí mi propia experiencia.

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