Concentrar el poder
Las iniciativas de reformas constitucionales del presidente López Obrador no tienen más propósito que concentrar el poder en su persona o en cualquier otra que llegue a la Presidencia de la República. El actual mandatario está convencido de que su discípula Claudia Sheinbaum ganará las elecciones del próximo 2 de junio y por lo tanto podrá aprovechar esos poderes extraordinarios. En el futuro, sin embargo, nadie sabe quién podrá llegar al poder; podríamos tener en Palacio Nacional a un émulo de Nayib Bukele o de Javier Milei o de Donald Trump.
Precisamente por eso, y para evitar abusos de los gobernantes, como los que acostumbraban los presidentes surgidos del PRI en el siglo pasado, los demócratas de nuestro país, y en particular los que venían de la izquierda, exigieron durante décadas mayores equilibrios de poder. Y sí, a lo largo de décadas se fueron construyendo los contrapesos que llevaron a México a convertirse en un país cabalmente democrático a fines del siglo XX.
López Obrador ha sido uno de los principales beneficiarios de esta apertura. Su movimiento político no podría haber llegado al poder de no haber existido esos contrapesos. Fueron instituciones como los tribunales independientes, la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH), el Instituto Nacional de Acceso a la Información (INAI) y, sobre todo, el Instituto Nacional Electoral (INE), entre otros, los que permitieron hacer de México una república moderna en la que el presidente tenía que debatir y conseguir acuerdos con la oposición para lograr la aplicación de sus políticas.
Sin embargo, nuestro actual mandatario, quien creció e ingresó a la política con el régimen del viejo PRI, tiene convicciones profundamente conservadoras. Quiere darle la vuelta al reloj y regresar a los tiempos de lo que Mario Vargas Llosa llamó la “dictadura perfecta”, un régimen autoritario que, gracias a sus poderes extraordinarios, podía gobernar bajo la voluntad de un sólo hombre sin tener que recurrir a una abierta tiranía.
Varias de las medidas que ha impulsado el presidente muestran este deseo de llevar al país nuevamente a esos tiempos pasados en que todo parecía mejor. Una de ellas es el intento de eliminar a los legisladores de representación proporcional. Sin ellos, un partido que gane sólo el 51 por ciento del voto popular podría tener una mayoría de dos terceras partes en el Congreso y cambiar la Constitución a discreción, sin preocuparse de las posiciones o los derechos de las minorías. La elección de jueces, magistrados y ministros por voto popular permitiría al partido dominante ganar no sólo la Presidencia y el Congreso, sino también el poder judicial. Todos los jueces serían tan obedientes a las instrucciones del presidente como hoy lo son los legisladores de la mayoría. La eliminación de los organismos autónomos le permitiría al presidente tomar todas las decisiones, como en los tiempos de Gustavo Díaz Ordaz o de Luis Echeverría, sin preocuparse de las leyes y los reglamentos. Más que un estado de derecho, tendríamos una presidencia imperial.
El actual sistema político mexicano tiene muchísimos defectos. Se entiende por qué el presidente ha querido cambiar las cosas. Pero los cambios deben hacerse siempre hacia adelante: para permitir mayores libertades y una mayor distribución del poder, nunca para regresar a los tiempos en que todo el poder se concentraba en un presidente y en su séquito más cercano. Hay que impulsar un régimen progresista, uno que construya una república más abierta y con un gobierno más desconcentrado, y no uno conservador que acapare todas las decisiones.
