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Urbe y Orbe

¿En verdad somos tan demócratas en América?

ARTURO GONZÁLEZ GONZÁLEZ

El encuentro público es el momento vital de la democracia. Y es un momento cargado de incertidumbre, puesto que conjuga la presencia de las distintas fuerzas sociales, cuyas realidades e intereses son diversos y muchas veces contradictorios. Sabemos que la democracia está en crisis porque hablamos y escribimos cada vez más sobre ella, y sólo se habla y se escribe en abundancia de aquello que nos preocupa. Pero también percibimos la crisis porque ese encuentro vital en el espacio público se ha degradado por múltiples factores. Si el debate sobre la democracia está vivo hoy no es tanto por la búsqueda de nuevas rutas que la mejoren, sino por las amenazas que se ciernen sobre ella. El debate se observa en el plano internacional marcado por la dicotomía entre estados democráticos liberales y regímenes autocráticos. En el ámbito interno de las naciones que se asumen democráticas se discute sobre la calidad de la democracia y los afanes en torno a ella de los principales jugadores políticos. Pero debajo de la superficialidad del discurso público polarizado existen elementos que apuntan a la degradación del encuentro público como momento vital del sistema representativo popular. En la Cumbre de las Américas que se llevará a cabo del 6 al 10 de junio en Los Ángeles, California, la democracia en el continente será uno de los temas centrales de la agenda. Oportuno es, pues, revisar las amenazas.

Desde hace 15 años el semanario británico The Economist publica el Índice de Democracia en el Mundo (IDM), con el cual mide la calidad de este sistema político en más de 160 estados del orbe a partir de parámetros sobre proceso electoral, funcionamiento gubernamental, participación política, cultura política y libertades civiles. En su más reciente edición, la de 2021, se advierte que la democracia en el mundo ha sufrido un retroceso en los últimos años, llegando a los peores datos desde que se aplica el índice. El semanario apunta que las principales causas del retroceso están relacionadas con las medidas impuestas por los gobiernos para frenar la propagación de la covid-19, el incremento de los ataques a la libertad de expresión, la ausencia de transparencia en la aplicación de políticas públicas restrictivas y el viraje hacia Oriente en el equilibrio del poder global, en donde los regímenes autocráticos son más comunes que en Occidente. Al ver el mapa del IDM, que divide a los estados en democracias plenas, democracias imperfectas, regímenes híbridos y regímenes autoritarios, se observa que el grueso de las naciones democráticas se encuentra en Europa y América. No obstante, en el continente americano sólo tres países alcanzan la categoría de democracia plena, la mayoría son democracias imperfectas -incluyendo a EUA y Brasil-, seis son regímenes híbridos -entre ellos, México- y cuatro son autoritarios.

Si bien el ejercicio de medición del IDM es valioso, no deja de ser limitado por su enfoque político que pasa por alto aspectos relevantes de la realidad social y económica de los países. Es cierto, los sistemas electorales en varios países enfrentan serias presiones y cuestionamientos que los llevan incluso al borde de la parálisis y la incongruencia. La elección de 2016 en EUA es un claro ejemplo de cómo una democracia en apariencia consolidada puede llevar a la presidencia a una persona sin haber obtenido la mayoría del voto popular y en medio de serias acusaciones de manipulación, injerencias externas y daño institucional. En México observamos a un presidente que ganó con un amplio margen de legitimidad arremeter contra las instituciones electorales que sancionaron positivamente su triunfo acusándolas de parcialidad. El problema es que frente a quienes atentan contra el entramado institucional electoral se colocan figuras y partidos que han contribuido por acción u omisión a uno de los principales problemas de la democracia actual: la crisis de representatividad. En los últimos cuarenta años las decisiones públicas fueron acaparadas por una élite política que antes de velar por los intereses de la mayoría, trabajaba por implantar el ideario una élite económica global. Los partidos tradicionales dejaron de representar a los sectores sociales y productivos, abriendo paso a políticos de fachada antisistema que no son otra cosa que reproductores de populismo y demagogia, ya sea desde la ultraderecha o la izquierda. Pero el problema es mucho más profundo.

América es el continente más desigual y más violento del mundo. Y en el caso de la región latinoamericana, el más corrupto. La privatización normalizada de los espacios públicos corre paralela al patrimonialismo en el ejercicio de la función pública. Ese espacio que antes era punto de encuentro de las distintas visiones de una sociedad heterogénea hoy está fragmentado, disperso, desconectado. Se hace más vida social en entornos privados controlados por el mercado que en contextos verdaderamente públicos. Presumimos la hiperconectividad que nos dan las redes sociales obviando que se trata de plataformas creadas por empresas tecnológicas particulares que deciden qué vemos y con quién interactuamos. Y lo hemos permitido en parte por miedo a lo diferente, porque preferimos conectar con quien se parece a nosotros. Afianzamos nuestra individualidad aislada con la búsqueda de espejos que reafirmen nuestros prejuicios y creencias. Nos da terror la incertidumbre del encuentro público. No hay democracia que aguante tal nivel de aislamiento. En vez de sociedades plurales, estamos construyendo guetos, tribus de iguales frente a los que no lo son. Y en esta construcción mucho tiene que ver la desigualdad social y económica que ha crecido en el mundo al amparo de las decisiones que han tomado los gobiernos emanados de sistemas democráticos. Cuando el cabildeo de una empresa poderosa está por encima del voto de los electores, la democracia se vuelve una simulación.

La violencia política, criminal, racial y de género es otra de las grandes amenazas para la democracia. Por la fuerza se imponen candidatos, se acallan voces críticas, se elimina al diferente, se amedrenta a una minoría, se intenta someter a la mitad de la población. La violencia ha ido creciendo en ese espacio social que antes propiciaba la sorpresa del acercamiento con el otro, con lo desconocido. ¿Qué defensa puede tener un sistema político que no garantiza la protección de los derechos de la población ni la solución pacífica de las diferencias? ¿Será que en el fondo no somos tan democráticos como decimos? La respuesta no es fácil, pero entre las contradicciones que en este continente podemos ver están gobiernos de países que señalan con dedo de juez a estados autocráticos mientras con los dedos de la otra mano apoyan a regímenes autoritarios aliados.

@Artgonzaga

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