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Doble Fondo

Antes del narcoinfierno, se hacía el amor junto al río…

JUAN PABLO BECERRA ACOSTA

Vastos territorios del país, convertidos en zonas de silencio y horror

Hace algunas vidas, por ahí de mediados de los ochenta, en el invierno de 1986, casi 36 años atrás, Chihuahua ya era un lugar de muchísima siembra y trasiego de drogas, fundamentalmente de marihuana y amapola. Una parte de la mota se quedaba en México y otra gran porción se enviaba a Estados Unidos. La amapola se dedicaba casi íntegramente a la exportación.

Eran los tiempos del capo Rafael Caro Quintero y su rancho El Búfalo, en el municipio chihuahuense de Allende, con sus inauditas 500 hectáreas de marihuana sembrada. Para que tenga usted una idea de la dimensión de aquello, era el equivalente a más de dos veces el territorio de Mónaco, que tiene 202 hectáreas. Toda esa inmensidad fue destruida en un operativo militar realizado a partir del 6 de noviembre de 1984.

En aquella época, los criminales ya contaban con las complicidades suficientes dentro del corrupto régimen priista que les permitían poseer semejantes propiedades, y tenían los arrestos necesarios para cometer todo tipo de barbaridades, como fue el caso del levantón, tortura y ejecución del agente de la DEA Enrique "Kiki" Camarena, a quien Caro Quintero encontró culpable de aquella "Operación Búfalo" que tanto melló sus inversiones y ganancias (hasta diez mil toneladas, según algunas fuentes militares).

Así que desde ese entonces (sexenio de Miguel de la Madrid), los capos eran unos insolentes, pero tenían algunos muros de contención. Límites. Los jefes de los cárteles controlaban cada movimiento de las guerras narcas, disciplinaban a sus secuaces, y rara vez los sicarios enloquecían al punto de perpetrar atrocidades que tuvieran daños colaterales, es decir, que de alguna manera afectaran a la población civil, como ha ocurrido en los últimos tres sexenios a lo largo de varios estados del país.

En aquellos tiempos, por ejemplo en Chihuahua, no había problemas masivos de secuestros y extorsiones. En invierno uno podía tomar el tren Chihuahua-Pacífico, El Chepe, y luego coger un pequeño autobús que circulaba cada tercer día por desfiladeros y abismos desde la Sierra Tarahumara hasta Batopilas, al fondo del bellísimo Cañón del Cobre, donde uno dejaba las chamarras invernales y dormía al lado del río en un cuartito con quinqués que le rentaba una familia. A la mañana, uno desayunaba en una mesita de madera en la casa de otra familia, que se dedicaba a preparar deliciosos alimentos para los excursionistas.

No había miedo a nada, más allá de las bestias que con suerte uno podía divisar a lo lejos: jaguares (pumas, les decían), osos, cascabeles y venados.

Para que me entienda: uno podía ir con su novia y desnudarse a la vera del río para jugar al amor sin miedo a ser levantado y desaparecido por un pelotón de sicarios violadores. ¿Usted se atreve a hacerlo ahora?

En tres décadas perdimos esa paz del rio helado junto a Batopilas. Ahora ande usted por esos caminos, y si el infortunio así lo dispone, ni Dios lo protege, como quedó claro con el reciente asesinato de los dos sacerdotes jesuitas: lo de hoy es territorio comanche, propiedad de gente como "El Chueco", que en sus delirios de poder mató a unos curas porque sí, porque se le dio la gana, sin que nadie hiciera nada, porque él y sus jefes y sus secuaces son los dueños de la región al menos desde 2018, cuando los gobernantes panistas chihuahuenses prometieron capturarlo.

Así que en menos de 40 años, vastos territorios del país se han convertido en zonas de silencio y horror que yacen bajo el yugo de narcos, extorsionadores, secuestradores y asaltantes que ríen de su impunidad. ¿Qué hacemos para recuperar a tantos miles de plebes que hoy delinquen y matan porque la monarquía narca los ha absorbido sin que el Estado y la sociedad civil hicieran algo para impedirlo? ¿Usted sabe?

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Twitter: @jpbecerraacosta

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Escrito en: Editorial Juan Pablo Becerra-Acosta editoriales

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