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ITINERARIO

HIGINIO ESPARZA RAMÍREZ

La enigmática mujer caminaba a mi lado, meditabunda; desparramaba la mirada buscando algo entre las vías del tren. Era delgada, vestía de largo y se cubría la cabeza con un manto desteñido. Por su altura no alcanzaba a verle completa la cara, sólo rasgos sombríos y un esporádico relampagueo de unos ojos profundos y negros como huecos sin fin.

Más temprano ese día mi madre me había lanzado a la calle con una canasta llena de semillas de calabaza, cucuruchos de papel canela y una cazuelita para medir las ventas, en mi primera incursión en el comercio ambulante en busca de dinero para ayudar al mantenimiento de la familia. Cada primero de noviembre, mi madre volvía a la carga: -¡Levántate flojo y vete al panteón a trabajar¡- gritaba, al tiempo que me jalaba de los pies. Entre lagañas y bostezos me defendía:

-El sol panteonero me hace daño, aparte los muertos me asustan cuando salen a gatas de sus tumbas y comienzan a murmurar entre ellos-, alegué haciéndole al chistoso. ¡Mejor vendo semillas¡ le dije en broma sacudiendo la modorra. No lo hubiera dicho: más rápida que el tren de pasajeros que pasa frente a la casa, compró en el mercado Alianza canasta, semillas y bolsas de papel, regresó muy entusiasmada y enseguida doró y sazonó con sal las pepitas, acomodó los conos de papel y me ató a la cintura una bolsita de piel para guardar el dinero que obtendría con ese trabajo que nos haría ricos. Así argumentó ella, pero no me convenció.

La dama encubierta me esperaba frente a la casa, sentada en las vías del tren. Me vio y se levantó, sacudió la larga falda, se arregló la capa y emparejó su andar con el mío. -Mi primera cliente -pensé-, pero no me atreví a ofrecerle semillas porque imponía temor y un halo hechizante la envolvía. Continuamos la marcha, ella mirando al frente y yo desconcertado y con miedo ¿Qué busca, qué quiere, por qué no habla? me preguntaba. A la distancia apareció una cuadrilla de trabajadores de la CFE. Se movían entre los rieles y durmientes, cargaban postes y tiraban de los cables conductores de energía eléctrica. -Ahora sí ya la hice, van a comprar semillas, anticipé jubiloso.

De repente, a la velocidad del rayo se produjo la tragedia: el cráneo tronó frente a mis azorados ojos y por el agujero abierto a la mitad, percibí cómo escapaba la vida de uno de los operarios que trajinaban en el área. El desafortunado obrero caminaba apresurado entre los rieles con pesado poste de madera al hombro. Me di cuenta que el otro extremo lo sostenía de igual forma uno de sus compañeros de cuadrilla. Inesperadamente aquél tropezó, su cabeza rebotó sobre el riel y la aplastó el tronco al seguir la misma trayectoria del cuerpo. El casco protector salió disparado contra la barda cercana y por el fracturado hueso frontal resbalaron porciones de masa encefálica. Los ojos fueron expulsados de sus órbitas.

Despavorido corrí del lugar, tiré canastas y semillas en el camino y me escondí temblando debajo de las raídas sábanas tiradas en el piso de nuestro modesto hogar. Esa noche vísperas del "Día de muertos" no dormí bien. Por las noches me despertaba gritando y en mis agitados sueños aparecía de lado la cara macerada contra el hierro, mirándome fijamente como recriminando mi aparente complicidad en lo sucedido.

La macabra imagen aún sigue aferrada a mi mente adulta. Con el transcurso del tiempo traté de superar las secuelas del horroroso accidente y recuperar una vida normal en un entorno donde desaparecieron de golpe las aventuras de la infancia. A la Parca que irrumpió sin conmiseración ninguna en mi vida de niño, no la comprendí ni la perdoné en aquella época y aún ahora no entiendo sus designios descabellados. Fue inhumano y aberrante su comportamiento al acabar de tajo y con saña con una vida joven y productiva que aportaba su mejor esfuerzo a favor de sus semejantes. ¿Lo hizo por envidia, venganza o por error? ¿Por qué me escogió como su parapeto y asociado? ¡En qué mala hora me involucró en su itinerario de exterminio!

Tres semanas después salí del hogar de regreso al comercio callejero -no había otra opción- y quedé pasmado ante lo que vi: la misma dama embozada en paciente espera afuera de mi casa, cabizbaja y silenciosa, con su guadaña reposando sobre la grava, entre durmientes y rieles que parecían conformar el escenario propicio para su siguiente misión.

Atrás, el tren silbaba para despejar las vías y la Muerte se enderezó…

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