Columnas la Laguna

ANÉCDOTAS

REMINISCENCIAS MEZCALERAS

HIGINIO ESPARZA RAMÍREZ

Por recomendación de mi señor padre, a los 13 años de edad, recién salido de la escuela primaria, el dueño de una empresa mezcalera ubicada en el mercado Alianza, me admitió como ayudante de mostrador y auxiliar del personal que graduaba con alcohol el mezcal llegado de San Luis Potosí y lo vaciaba en barricas de madera curtida de 200 litros de capacidad. Envasaba parte del producto en botellas de un cuarto, medio y un litro y otra la vendíamos en copas a los adictos del centro de abastos y de los barrios contiguos, pues era el único negocio del ramo especializado en la distribución del mezcal de 20 grados con olor y cuerpo de maguey potosino. "Mezcal Charrito", su nombre de pelea. Los añejos barriles mantenían tradición y espíritu en ese devenir del agave artesanal destilado para paladares exóticos.

En una de las bodegas interiores se hacía la mezcla comercial con latas de alcohol de 96 grados. Los operarios disponían baldes de lámina en los patios, llevaban el barril recién llegado y a cubetazos hacían la combinación, vaciando y revolviendo lata por lata. De 20 y 19 grados eran los productos finales sin perder del todo la calidad original. Siempre -lo recuerdo muy bien, pues yo empacaba las botellas y llenaba las copas- tuvieron gran demanda en la ciudad y en el medio rural y las botellitas de un cuarto se volvieron amuleto utilitario en la bolsa posterior del pantalón de mezclilla de los estibadores, pero también llevaban una ánfora en la otra bolsa por si aquellas se les caían en el camino; tomando y andando, sus gerundios preferidos.

El negocio igualmente comercializaba el sotol de la misma procedencia y los clientes lo paladeaban al copeo sobre la barra, hombro con hombro, pues entonces no existía la sana distancia. Las maniobras de carga y descarga de los fardos con granos fueron una peculiaridad más de mi adolescencia: Del camión que transportaba los bultos de maíz enviados a una tienda contigua, los costaleros los trasladaban a pura espalda y los dejaban caer en los patios del almacén abarrotero uno sobre otro formando pilas escalonadas. De regreso, pasaban por el expendio de vinos a mi cargo para rellenar sus botellitas y continuar en la brega. Era un ir y venir constantes, propios de un bullicioso centro comercial como lo es el mercado Alianza.

Un día soleado, un cargamento de garrafones llenitos de espiritualidad sotolera, se detuvo al frente de la empresa, pero no había estibadores disponibles que lo descargaran y se recurrió a los llamados "teporochos", -correligionarios de hígado endurecido pero de blando corazón- para que bajaran a hombro los garrafones con la promesa de pagarles con copas llenas de agave quita penas. Los "teporochos" (té por ocho centavos, su significado original propio de las piqueras del México antiguo) fueron habilitados para hacerse cargo de los traslados del camión al almacén y en uno de esos acarreos la temblorina típica de los catadores alianceros a quienes les regalaba cálices de sotol, mezcal y brandy y a cambio me gratificaban con su amistad y sus consejos, provocó que uno de ellos soltara el garrafón y lo estrellara contra el suelo de adoquines, desparramando el contenido. Los curtidos por el alcohol que esperaban su turno en el mostrador con ilusiones de que les fiara, se lanzaron al piso y como peces sacados de su elemento comenzaron a succionar con labios y lengua el licor sotolero, acunando sus manos con el propósito de recuperar un poquito de la bebida derramada, salvando vidrios y resbalones pero se les escurrió como agua entre los dedos.

El "bautizo" con mezcal fue otra de mis experiencias de la adolescencia: me dejó un buen sabor de boca con aires de diletante vinatero. Los empleados Dimas y Jesús, mis primeros compañeros de mi naciente vida laboral, se confabularon y sin que yo me diera cuenta, a uno de los barriles que iba a llenar a puro balde, le dieron vuelta y el hoyo de llenado quedó hacia la pared. Antes de terminar la mezcla, Dimas me pidió que lo ayudara en el vaciado. Ingenuamente cogí la cubeta, la elevé sobre mi cabeza y la vertí creyendo que lo hacía en la forma correcta. El chubasco fue instantáneo; la tapa del barril botó la carga y el mezcal me bañó de pi'es a cabeza, pelo incluido. Corrió por mi cara con un ardor de ojos y piel y empapó mi ropa. A mi regreso a casa, asombro y malestar embargaron a mi madre, quien sólo pudo balbucear: -hijo mío, ¡estás borracho!

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