Columnas la Laguna

DE POLÍTICA Y COSAS PEORES

ARMANDO CAMORRA

"Quiero ver a qué saben tus besos". ¿Recuerdas, sobrino, los felices días -y las noches más felices aún- en que todavía podíamos besar? Tu tío Felipe, o sea yo, tiene perdida casi esa memoria. Le parece increíble que haya habido un tiempo en el cual un hombre y una mujer -o, para el caso, que es el mismo caso, un hombre y otro hombre, o una mujer y otra mujer- podían juntar sus labios y sus lenguas en un largo y apasionado beso, e intercambiar en él sus salivas y sus almas. ¿Habrá existido esa ocasión? Quiero decirte que hasta ahora no he visto como cárcel esta forzada reclusión que nos impone la epidemia. Creo haber descubierto en mí una vocación que no me conocía: la del anacoreta o ermitaño. Desde luego tengo la compañía de una mujer, lo cual habría sido anatema para esos varones que no lo eran tanto, pues habrían preferido yogar con el demonio antes que con una hija de Eva. Además tengo mucho con qué entretenerme, sin que con eso quiera significar que soy un entretenido. Pero incluso con esos disipadores de la soledad no me han pesado estos días de encerramiento. Comparo mi prisión, si prisión puede llamarse a la transitoria clausura en que me encuentro, con las prisiones que sufrió Silvio Pellico, escritor italiano del antepasado siglo. Encarcelado por razones de política -o sea por sinrazones- estuvo en una celda largos años, sin tratar con nadie sino con dos compañeros de prisión, uno de los cuales era sordomudo y el otro estaba loco: se creía el Delfín, hijo de Luis XVI de Francia, heredero de su corona, y exigía que se le tratara como tal. Sentenciado luego a incomunicación se dedicó a alimentar a las hormigas de su calabozo con las migajas del mendrugo que le daban como alimento cada día. Tras de su liberación escribió un bello, libro, "Mis prisiones", que leí en tiempos de la adolescencia y que ahora viene como anillo al dedo -con perdón del plagio- por causa de las circunstancias. En estos días yo soy yo, y mi circunstancia es el coronavirus, que me impone esta condena, la de ser yo mismo. Pero volvamos al principio. En aquel tiempo del que hablábamos, cuando aún podías besar y -mejor todavía- ser besado, conocí a una muchacha que más bien parecía niña por su aspecto frágil e inocente. Era fina de cuerpo, menudita, tanto que daba la impresión de que se iba a quebrar en el abrazo, y tenía ojos azules y cabellos rubios de madona. Un bibelot, si me permites usar esa palabra desusada. Fuimos a mi departamento. Le ofrecí una copa, y noté el gesto que hizo al darle el primer trago. Se adivinaba que nunca había bebido. Y que nunca había vivido, pues cuando la tomé en los brazos la sentí temblar. Entonces me sucedió algo extraño, Armando. Sentí escrúpulos. ¿Sabías que tu tío Felipe tiene escrúpulos? Los tuve, al menos esa vez. Ya no la toqué. Ocupé el tiempo en conversación inane y luego le ofrecí llevarla a su casa. Se desconcertó. Como de mala gana se puso en pie y tomó su bolsa. La encaminé a la puerta. Ahí se detuvo, y me detuvo. Puesta frente a mí dijo aquellas palabras: "Quiero ver a qué saben tus besos". Invitación más clara no podía haber. Miró luego hacia la cama, que se veía en la alcoba abierta. No podía haber más clara incitación. De ahí al amor no había más que unos cuantos pasos. No los di. ¿Por qué? Muchas veces me he hecho esa pregunta, y nunca la he podido contestar. Le dije: "Otra vez será". En su rostro no miré enojo o frustración. Lo que vi fue tristeza, una tristeza vaga, indefinible. Estoy sintiendo ahora esa tristeza. ¿Será por el recuerdo o por los días de reclusión? No sé... FIN.

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