Columnas la Laguna

DE POLÍTICA Y COSAS PEORES

ARMANDO CAMORRA

"Mi novia es una leona en la cama". Esa lapidaria declaración hizo Babalucas en reunión de amigos. "¿De veras?" -preguntó uno con escepticismo, pues él tenía otros datos. "De veras -confirmó el badulaque-. Lee mucho en la cama". Don Avaricio Cenaoscuras se hallaba en el lecho de la última agonía. A un lado su primogénito lloraba lleno de congoja la inminente partida de su padre. El agonizante le mostró al muchacho un antiguo reloj de bolsillo. Le dijo con voz débil: "Hijo: este reloj perteneció a tu bisabuelo". "Sí, padre mío" -respondió el joven, emocionado. Prosiguió don Avaricio, tembloroso: "Tu bisabuelo se lo dio a tu abuelo, y tu abuelo se lo entregó a mi papá". "Sí, padre mío" -repitió el muchacho. "Mi padre -continuó el enfermo- me lo heredó a mí". "Sí, padre mío" -volvió a decir el joven, cuya aflicción, se ve, le limitaba grandemente el vocabulario. Con el último aliento dijo entonces don Avaricio: "Te lo vendo". Estamos en El Ensalivadero, solitario paraje penumbroso a donde acuden las parejitas que no tienen para pagar un cuarto de motel. A ese sitio llegaron Libidiano y Dulciflor, llenos los dos de urentes ansias amorosas incontenibles ya. De inmediato el apasionado galán tendió a su dulcinea sobre el césped, y luego él se tendió sobre ella. (A fuer de historiador veraz debo decir que él estaba mucho más cómodo que ella). Exclamó la chica con acento ensoñador: "¡Qué hermosa luna! ¿Verdad?". Perdóname -contestó Libidiano respirando con agitación: "En este momento no estoy en posición de opinar". Don Hermesio practicaba las doctrinas esotéricas. Había nutrido su espíritu en las disciplinas orientales. Cierto día iba por un alejado camino rural en busca de un paraje propicio a la meditación cuando su coche sufrió una descompostura. Más bien la sufrió él, pues quedó en medio del campo sin poder valerse por sí mismo: de filosofía gnóstica sabía mucho, pero de mecánica absolutamente nada. (Es bueno saber mucho, pero es mejor saber lo que necesitas). En eso, por fortuna, pasó por ahí un campesino a lomos de su burra. Tras enterarse del predicamento de don Hermesio le ofreció llevarlo al pueblo más cercano. "Suba en ancas" -le indicó. Lo hizo el filósofo con cierta reticencia, pues el medio de transporte y el sitio que ocupaba en él le parecían impropios de su condición de teósofo. El calor, sin embargo apretaba, igual que el hambre, de modo que se avino tanto a la incomodidad como a la inconveniencia. En el trayecto pasaron por un pequeño rancho en el cual don Hermesio vio unos cerdos. La vista de los de la vista baja le inspiró un pensamiento. Le preguntó al campesino: "¿Crees en la reencarnación?". "¿Qué es eso?" -inquirió el hombre. Le explicó el filósofo: "Es una doctrina según la cual después de la muerte habremos de renacer en otro cuerpo. Por ejemplo, aquel marrano podría ser tu padre, aquel otro tu abuelo". Dijo el ranchero: "Ya me inquietó usté". "¿Por qué?" -preguntó don Hermesio, satisfecho por haber infundido en aquel rústico algún pensamiento trascendente. Replicó el campesino: "Porque estoy pensando que a lo mejor vamos montados en su tiznada madre". Una señora le contó a otra: "Conocí a mi marido en un campo nudista". Preguntó la otra: "¿Y a primera vista te enamoraste de él?". "A segunda -precisó la señora-. Primero le vi la cara". Don Cucoldo no supo en qué había empezado a trabajar su esposa, pero se alegró al ver que ganaba buen dinero. Una noche, los dos ya en la cama, se acercó a ella con intención evidentemente erótica. La señora lo rechazó. Le dijo: "No me gusta hacer en la casa lo mismo que hago en el trabajo". FIN.

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