Columnas la Laguna

ANÉCDOTAS

LA MANO JUERGUISTA

HIGINIO ESPARZA RAMÍREZ

La luna entraba al cuarto por una ventana cuadrada y dejaba caer su luz al piso de ladrillo, a un lado de la cara del niño que dormía en el suelo, encogido y envuelto en una sábana con su cabeza reposando en una almohada vieja. Instintivamente abrió los ojos y allí estaba: una mano descarnada y peluda con los dedos abiertos parecidos a las patas de una tarántula.

Espantado, el pequeño no podía moverse o rodar hacia sitios más oscuros pero la visión no desaparecía. Por el contrario, parecía deslizarse hacia la esquina opuesta del cuadrángulo, perdiéndose en la restante oscuridad nocturna. El pequeño se envolvió la cara con los trapos para borrar la macabra imagen y le pareció ver, al trasluz, que la mano se transformaba en un arácnido de gran tamaño casi al final del espacio cautivo. Apretaba fuertemente los párpados, intentando eliminar la aparición pero los volvía a abrir en el punto donde aparecía el muñón del fantasmagórico miembro, casi pegado a su rostro recostado.

El pavor lo hacía temblar pero cansado de tanto trajinar acarreando flores y agua a las tumbas aquel 2 de noviembre, ya no hizo esfuerzos para levantarse y cerrar la ventana. Estiraba la cobija para cubrirse de pies a cabeza y eliminar la alucinación pero se enredó los pies y el trapo ya no dio para más. Entonces utilizó las manos para taparse los ojos, convencido de que ya no la vería más.

(La reseña ulterior de este hecho que enchina la piel, nos dice que simultáneamente en el patio descubierto de la finca sonaba un costal con huesos humanos también iluminado por la luna, al parecer el destino siguiente de las osamentas dispersas por la ciudad, incluyendo nuestra mano. El fardo las atrapaba al vuelo como si fuera un guante de béisbol. Calaveras, fémures, costillares con su tórax pegado, omóplatos, pies sin médula, dentaduras chimuelas y manos huesudas figuraban en el contenido de restos esqueléticos que sonaban como maracas. Noche a noche se iban de juerga y regresaban al amanecer. Si se demoraban, el sol los convertía en polvo).

Mientras tanto, la mano avanzaba y retrocedía como si no encontrara el camino para llegar al otro extremo de tinieblas y misterio.

Al pequeño lo atacaron fuertes dolores de cabeza y cada vez que levantaba los párpados, esperaba que la mano hubiera abandonado el aterrador rectángulo. Trató de gritar, pero no le salía la voz ni ningún otro ruido que pudiera despertar a sus padres, dormidos profundamente al fondo del cuarto, en una cama y no en el suelo, con almohadas y cobijas, lejos de ventanas cómplices.

Los ronquidos lo tenían harto, tampoco lo dejaban dormir y entre parpadeo y parpadeo, aguzó los oídos para percibir una tregua en esa disparatada sinfonía de estertores, señal de que la madre, o el padre, podrían despertar en cualquier momento y descubrir la mano descarnada pasando al lado del camastro.

Casi al final del cuadro formado en el suelo con reflejos de la luna, la mano se transformó en tarántula, una metamorfosis al estilo de las mariposas de la noche, enfocada a confundir -equivocadamente- a quienes osaran perseguirla, sin pensar en su calidad de espantajo que sólo merodea en condiciones especiales y estremecedoras de la noche.

La mano-tarántula por fin encontró su lugar: el costal lleno de huesos bailoteando en el patio como si estuviera festejando a los esqueletos desmembrados en una noche de juerga fantasmal. A la manera del teatro negro de Praga, la mano saltó desde un oscuro rincón del cuarto, voló a través del pasillo y fue a caer en el saco, cuyos lazos hechos moño se abrieron para tragarla entre escandalosas frotaciones parecidas a aplausos generadas por las osamentas callejeras. -¡Vieja, que bien dormí toda la noche, ni los grillos me despertaron¡ -¡También yo viejito, a ver cuando compramos una cama para que nuestro pequeño Higinio no duerma en el suelo, le dan pesadillas y nos despierta.

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