Columnas la Laguna

ANÉCDOTAS

LA VIDA ALEGRE ES PURA FALACIA

HIGINIO ESPARZA RAMÍREZ

La mujer, de evidente belleza física, yacía boca arriba en la quemante banqueta, los brazos en cruz y los ojos cerrados, inmóviles.

El sol del mediodía reverberaba en su blanca piel y un pronunciado escote exponía unos senos prominentes y pecosos.

El rostro abotagado, una rubia cabellera enmarañada y una blusa verde turquesa con los botones a la deriva, daban la impresión de que a su dueña la habían derrotado los excesos etílicos a las puertas de un lupanar ya desaparecido en la ciudad de Lerdo.

Los policías que rodeaban el cuerpo afirmaron, rotundos, que la mujer estaba muerta, no dormida en plena calle. No había heridas visibles ni huellas de sangre en el piso. Tampoco objetos contundentes o punzocortantes en las cercanías, piedras por ejemplo. Un etéreo contorno de sol y sombra destacaba la figura femenina tirada en el piso de cemento.

Novato todavía en los quehaceres reporteriles, pensé que la dama sólo dormía profundamente, vencida por alcohol consumido desde la noche anterior hasta la madrugada de ese día fatal.

No presentaba lesiones de ninguna naturaleza en el cuello, en el rostro o en el pecho. Tampoco en las piernas y en los brazos. Una mini falda apenas cubría sus blancos muslos.

Ensimismado al principio -se trataba del primer reportaje que cubría en mi carrera- me recuperé luego e intenté una exploración que después supe era de carácter forense. Caminé de un lado a otro pisando cuidadosamente el terreno donde se hallaba el cuerpo, miré entre las piernas semi abiertas, el pecho y los costados, buscando lesiones de bala, moretones o huellas de estrangulamiento, ante la mirada socarrona de los uniformados.

"Fíjate en el pecho", dijo fríamente uno de ellos y me obligó a inclinar la cabeza sobre la región pectoral, mirando cuidadosamente de arriba hacia abajo y de un lado al otro pero no vi nada extraño. De pronto y con sorpresa descubrí arriba de la mama izquierda un minúsculo punto violáceo, perdido entre las pecas del mismo tono, sin ningún hilillo de sangre que lo denunciara. Parecía una peca más.

"Por allí le metieron el pica-hielo", exclamó tajante el genízaro que dirigía los primeros trabajos de la investigación policiaca.

Me estremecí con su crudo diagnóstico y guardé silencio. Los demás agentes cuchicheaban o sonreían por mi atolondramiento. Miré con ternura a la mujer tendida en el caliente piso. La imaginé una joven alegre, llena de vida y en pleno disfrute de los placeres mundanos, inocentemente ajena a los riesgos que éstos implican.

El fotógrafo me sacó del arrobamiento. "Apúrate, porque el jefe de redacción espera la nota y las fotos. Este trabajo no es para sensibleros".

A más de sesenta años de distancia, el trágico hecho sigue vigente en mi memoria y cobra nitidez la minúscula punción semejante a la que deja la punta de un lápiz y por la cual escapó la vida de una mujer alegre y generosa con los hombres solitarios.

Desafortunadamente, esa madrugada, un desquiciado Otelo acabó con su existencia…

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