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Nota es nota/Jaque Mate

Sergio Sarmiento

“La era exigía una imagen / de su mueca acelerada / algo para la moderna escena / no para la antigüedad resguardada”.

Ezra Pound

Hace algunos años un grupo de agresivos manifestantes cercaron la Secretaría de Gobernación golpeando las rejas y amenazando con entrar y saquear las oficinas. Las fuerzas de seguridad pública estaban, como siempre, temerosas de intervenir. Un subsecretario se reunió con una delegación de 25 manifestantes y, después de una larga negociación, logró un arreglo. Cuando ya este grupo se preparaba para salir, un reportero les dijo: “No se salgan. ¿Qué no ven que tienen aquí secuestrado al secretario? Nunca más van a tener una posición tan fuerte como ahora”.

La delegación se convenció de inmediato: los manifestantes siempre se inclinan por las propuestas más radicales. Permanecieron así en la secretaría mientras sus compañeros en las rejas se comportaban cada vez con mayor agresividad. Estuvo a punto de suscitarse un enfrentamiento violento entre la policía y los manifestantes que habría generado sin duda heridos y quizá muertos. Más de una tensa hora transcurrió hasta que la delegación accedió finalmente a dejar la secretaría y los manifestantes abandonaron el cerco. Después de que acabó el episodio, un funcionario le preguntó al reportero por qué había azuzado de esa manera a los manifestantes. El reportero respondió: “La nota es la nota”.

Este recuerdo me viene a la memoria al reflexionar sobre algunos de los actos de barbarie que estamos viendo en el mundo de hoy. Uno de los elementos presentes en todos ellos es la presencia de cámaras de fotografía o de televisión.

La apuesta es que los medios informativos se encargarán de difundir los hechos de salvajismo. Es muy probable que Nicholas Berg no habría sido cruelmente decapitado si sus captores no hubiesen tenido una cámara de televisión y la certeza de que la ejecución sería difundida por los medios de comunicación.

Lynddie England, la soldado estadounidense de 21 años de edad que será sometida a una corte marcial por haber aparecido en una serie de fotos humillando a soldados iraquíes desnudos en la prisión iraquí de Abú Ghraib, dijo en una entrevista a la emisora KCNC-TV de Denver que recibió órdenes para posar en esas fotografías, las cuales habían de emplearse para intimidar a otros prisioneros iraquíes. Muchos de los atentados terroristas que vemos en la actualidad tienen el propósito evidente de lograr la máxima exposición en los medios de comunicación. No hay duda de que los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York buscaban el mayor público posible.

Pero también los atentados de la estación de Atocha en Madrid tenían el mismo propósito. Sin un público que se indigne, que se inquiete, los atentados terroristas no tendrían razón de ser. No es ésta la primera vez en la historia que se ejerce la violencia para dar lecciones públicas. Vlad III Drácul, también conocido como Vlad Tepes o el Empalador, el hombre que dio origen a la leyenda de Drácula, era en realidad un príncipe de Valaquia (Rumania) que tras derrotar a un Ejército turco otomano clavó en largos palos a los prisioneros y los exhibió agonizantes ante el pueblo.

Tanto las crucifixiones en el Imperio Romano como las quemas de brujas y herejes por la Inquisición o por los puritanos ingleses requerían público para tener sentido. Por ello se llevaban a cabo en plazas públicas. Lo mismo ocurría con las ejecuciones por guillotina de la Revolución Francesa, por horca en el oeste de los Estados Unidos y por fusilamiento en la Revolución Mexicana. Si no había un público que presenciara los hechos y diera fe de ellos, de poco valía recurrir a estos actos de crueldad.

La mayoría de las veces los medios de comunicación no tienen más opción que cubrir la nota. Una emisora de televisión o un periódico que hubiera dejado de informar sobre los atentados del 11 de septiembre para no dar pretexto a nuevos ataques terroristas habría traicionado su propia razón de ser. Hay una línea muy clara entre gritar “¡Fuego!” en un teatro cerrado para llevarse la primicia de una tragedia o reportar un hecho dramático como la decapitación de Nicholas Berg. Y, sin embargo, me imagino que muchos periodistas nos sentimos incómodos cuando nos damos cuenta que, al difundir actos de violencia y ayudar por lo tanto a promover un mensaje político, estamos abonando el terreno para que esta violencia se repita.

La otra guerra

La guerra de imágenes es crucial. Hace algunas semanas el Gobierno de Estados Unidos prohibió la difusión de fotografías y videos de los cadáveres que llegan a ese país procedentes de Irak. No contó con que sus propias fotografías de los abusos en contra de prisioneros iraquíes resultarían todavía más dañinos para su causa.

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