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Jacobo Zarzar Gidi

EL PRÍNCIPE DE LA PAZ

El Adviento y la Navidad son tiempos especialmente oportunos para aumentar la paz en nuestros corazones; son tiempos también para pedir la paz de este mundo lleno de conflictos e insatisfacciones.

Nuestro Señor Jesucristo es el Príncipe de la paz, y desde el momento en que nace nos trae un mensaje de paz y alegría, de la única paz verdadera y de la única alegría cierta. La presencia de Cristo en nuestras vidas es la fuente de una paz serena e inalterable. El Señor reconcilió con Dios a todos los hombres por medio de su cruz. Su paz trasciende por completo la paz del mundo que es superficial y aparente, resultado del egoísmo y compatible con la injusticia.

Cristo es nuestra paz y nuestra alegría; el pecado, la soberbia y la falta de sinceridad con uno mismo y con Dios -por el contrario- siembran soledad, inquietud y tristeza en el alma. También se pierde la paz por la impaciencia cuando uno no sabe ver la mano de Dios en las dificultades y contrariedades.

Con el sacramento de la confesión se recupera la paz perdida por el pecado o por la falta de correspondencia a la Gracia. Recuperar la paz, si la hubiésemos perdido, es una de las mejores muestras de caridad para quienes están a nuestro alrededor, y también la primera tarea para preparar en nuestro corazón la llegada del Niño Jesús.

Somos bienaventurados cuando sabemos llevar la paz a quienes están afligidos, cuando servimos de instrumento de unión en la familia, y de unión con todas aquellas personas que tratamos diariamente. El hombre que tiene paz y humildad en su corazón sabe comunicarlas casi sin proponérselo, y en él buscan apoyo los angustiados, los temerosos, los amargados y los pesimistas.

Serán bendecidos por el Señor quienes velen por la paz en las ciudades y trabajen por ella con intención recta. Serán bendecidos quienes oran y se sacrifican para que los hombres se pacifiquen y encuentren a Dios. Quienes tengan la paz del Señor y la promuevan a su alrededor se llamarán hijos de Dios. Si olvidamos el destino eterno, y el horizonte de nuestra vida se limita únicamente a la existencia terrena, nos conformaremos con una paz ficticia, con una tranquilidad en apariencia.

Existe un tipo de paz falsa, frágil e insegura, que se impone a pueblos débiles mediante el poder de las armas y el dinero. Ésa es la que predomina actualmente en el mundo. Es la que está creando odios y resentimientos porque se funda en el miedo y la desconfianza. En cambio la paz que es don de Dios es una paz fuerte, bien cimentada y duradera porque tiene su fundamento en la justicia y en el amor; es un don que Dios concede a quienes aman y obedecen su ley.

Si estuviéramos conscientes de que somos hijos de Dios, sería motivo suficiente para vivir en paz y alegría. Estaríamos confiados en que detrás de todos los hechos fortuitos y negativos de la vida hay siempre una razón de bien. Eso nos ayudaría a tener fortaleza frente a las dificultades. Y cuando estemos frente al dolor, acudamos a Él porque es nuestro único refugio verdadero. Recuperemos la paz si es que la hubiésemos perdido y compartámosla a quienes nos rodean, porque no es válido "contar" con Cristo únicamente en los "apuros". La verdad es que cada día tiene su cruz, pero cada día tiene también su Gracia.

Hagamos silencio, que ya está por llegar. Caminemos con los pastores, vigilantes, dirigiendo nuestra mirada hacia aquella luz que saldrá de la gruta de Belén. No nos durmamos porque podemos olvidar lo más fundamental de nuestra existencia. Al estar en este mundo permanecemos involucrados en el plan de salvación de Dios, y es nuestro deber dar gracias por ello al tener la oportunidad del gozo de una vida eterna.

Preparemos el camino, que muy pronto llegará el Salvador. El ruido, el materialismo y el consumismo nos alejan de esa bendita realidad que cada año permite al mundo reflexionar y corregir senderos. En el fondo de nuestra alma se encuentran los verdaderos enemigos que luchan sin tregua para mantenernos alejados de Dios. Es necesario luchar para que nuestra tendencia no sea vivir con los ojos puestos en las cosas de la tierra.

Y cuando llegue el Señor, depositemos en Él nuestra confianza que se traduce en abandono. Abandonémonos en Su Persona, poniendo nuestra frágil figura en sus manos. Hay momentos en que la virtud de la fe con la característica de la obediencia, se hace más difícil. Cuesta más trabajo en nuestras oscuridades, cuando no nos explicamos por qué nos sucedió tal o cual cosa diferente de lo que esperábamos de Dios. Esperábamos que nos curara el cáncer, que sanara a nuestro hijo, que nos fuera bien en el trabajo, que no recibiéramos tantos golpes de la vida. Sin embargo, si eso por desgracia aconteciera, sería el momento oportuno de decir: "Señor, en Ti pongo mi suerte y la de los míos, y no me quejo. Hágase tu Santa voluntad".

¿Seremos capaces de amar a Jesucristo y de no abandonarlo a pesar de verlo pobre y frágil en el frío pesebre al convertirse en hombre sin dejar de ser Dios? ¿Seríamos capaces de decirle: Señor, yo te amo, aunque no te entiendo? Y después, al contemplarlo en la cruz, ¿reconoceremos acaso que se sacrificó y murió por nosotros? Tal vez escuchemos de sus labios: "Yo que te he perdonado mil veces y que no me he avergonzado de ti, ¿ahora tú te avergüenzas de mí?". Es momento de preguntarnos qué podemos hacer por ese Dios aparentemente débil que primero llora en una cuna, y después, desde el madero de la cruz clama a su Padre que no lo abandone.

-Señor, Tú me has dado todo, ¿puedo hacer algo por Ti? Lo más valioso que le podemos dar es la oración y el recibir la Eucaristía en estado de Gracia. Pero algo que nos costará más trabajo, será darle nuestra comprensión en los momentos difíciles de la vida. Se trata de aceptar, sin renegar, el misterio del porqué al ser golpeados, no sentimos su protección y ayuda. Lo sentimos callado y ausente cuando se nos presenta una grave enfermedad, o una crisis familiar, o el fallecimiento de un ser querido, cosas imprevistas que llegan y no las buscamos, pero que nos duelen muchísimo, que nos hacen estremecer y llorar de angustia. ¿Las aceptamos por amor a Cristo, o nos quejamos de Él? ¿Permitiremos de buena gana que el golpe del cincel dado con el martillo nos quite algo de lo que afea la escultura? ¿Estaremos dispuestos a tener misericordia no sólo con Dios, sino con las personas que nos rodean?

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