El viajero llega a Halifax, puerto de Nueva Escocia, Canadá.
En uno de sus cementerios están las tumbas de quienes perecieron en el naufragio del Titanic y cuyos cuerpos no fueron reclamados por nadie.
Una de esas tumbas es la de un niño cuyo nombre no se pudo conocer. La anónima sepultura está cubierta siempre por pequeños objetos que depositan ahí los visitantes. Es una colorida ofrenda de carritos, aros, dados, caballitos, pelotas, canicas de cristal; todos los juguetes, en fin, con los que juega un niño.
El viajero mira la tumba del pequeño, con los regalos que después de 100 años se le hacen, y piensa que en este mundo hay gente de bondadoso corazón. Ese pensamiento, surgido en un lugar que se diría de muerte, le da esperanza para la vida.
¡Hasta mañana!...