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Jacobo Zarzar Gidi

M O L O K A I

(Quinta parte)

Damián De Veuster regresó de inmediato a Molokai en el siguiente vapor, después del fuerte disgusto que tuvo con el Ministro de Sanidad. Pero no llegó con las manos vacías. La ayuda que el Ministro le había negado, otros se la habían prestado generosamente. Católicos y de otras religiones, principalmente de Alemania, hicieron cuantiosos donativos para los leprosos. A bordo del "Kilauea" fueron transportados en abundancia alimentos, medicinas, camas y mantas, madera y diversos materiales de construcción. Las religiosas de Honolulu, muchas de las cuales le habrían acompañado gustosamente a Molokai para dedicarse al cuidado de los enfermos, le prepararon grandes atados de ropa, cestas con azúcar, té y galletas. Al contemplar todas aquellas cosas de tanta utilidad y valor, los ojos de Damián no pudieron contener las lágrimas.

De inmediato se puso a trabajar con intensidad. Cada enfermo fue colocado en un lecho limpio, provisto de gruesas mantas de lana. Luego comenzó las tareas de edificación. Las viejas chozas fueron pasto de un fuego purificador y reemplazadas por casitas de madera bien ventiladas. Trabajó incansablemente de arquitecto, maestro de obras y carpintero. Como esa gente no tenía casi dedos ni manos, el padre Damián hacía el ataúd a los muertos, les cavaba la sepultura y fabricaba luego como buen carpintero la cruz para sus tumbas. Preparaba sanas diversiones para alejarlos de los vicios y del aburrimiento, y cuando llegaban los huracanes y destruían los pobres ranchos, él en persona se iba a ayudar a reconstruirlos.

Un día, cuando Damián se hallaba labrando la tierra, oyó gritar a un par de indígenas que había llegado el barco "Kilauea". Al escuchar eso, el padre abandonó de inmediato el azadón en el zurco abierto, y corrió hacia el mar. Tenía que estar presente cuando llegaran los nuevos leprosos. Tenía que dar a los desesperados el primer saludo de la isla.

Después de haber descendido del barco los leprosos y de haber subido a una enorme lancha, se dirigieron de inmediato al embarcadero de la isla donde los aguardaba un sacerdote que extendía sus manos hacia ellos. Ahora Molokai ya no era un infierno como lo fue en el pasado. Cuando Damián dirigió una nueva mirada al barco, distinguió a lo lejos a un hombre de negra vestidura que, de pie junto a la borda, hacía con la mano incesantes señales a tierra. ¡Dios Santo! ¡Era el Provincial de la Orden de los Sagrados Corazones, el padre Modesto! Pero, ¿Por qué no viene a tierra? -Preguntó Damián a uno de los marineros que habían transportado en el bote a los leprosos. -El capitán lo ha prohibido. Debe de ser una orden especial del gobierno. No se permiten visitas a Molokai.

En la orilla del mar, había una pequeña embarcación, una canoa con remos. Sin detenerse a pensarlo dos veces, la botó al agua, saltó a su interior y con fuertes golpes de remo enfiló hacia el "Kilauea". Desesperado, Damián intentó subir al barco, pero el capitán se lo prohibió. -Resígnese ante lo inevitable, padre Damián -gritó desde cubierta el padre Provincial, a cuyos ojos habían asomado varias lágrimas.

-¡Sea lo que Dios dispone! -replicó Damián- Pero, le ruego que me escuche en confesión, padre Provincial. Esto no puede haberlo prohibido el Ministro. Arrodillándose humildemente en el bote y uniendo las manos, Damián De Veuster rezó el confíteor e hizo su confesión en latín para que nadie de los marineros la entendiera. Desde la borda descendieron para él las palabras de consuelo, exhortación y absolución. En esos momentos -verdaderamente irrepetibles, el padre Provincial se arrodilló en la cubierta del barco y pidió al padre Damián que le diera su bendición.

Cuando todo terminó, la pesada cadena del ancla chirrió, resonaron las máquinas y la nave se puso en movimiento, alejándose de Molokai. Largo rato quedó el padre Modesto saludando con la mano a Damián, que, erguido sobre el oscilante bote, veía marchar al barco, hasta que la última espiral de humo se desvaneció en el cielo. Fue entonces cuando Damián remó con ímpetu, saltó a tierra al llegar a la orilla y, con ojos sonrientes gritó: ¡Aquí me tenéis de nuevo, hijos míos! Venid, vamos a instalar en casa a nuestros nuevos hermanos y hermanas.

Pasó el tiempo. Corría el año de 1874, cuando el presidente de la Comisión de Sanidad, que tan mal había tratado al padre Damián, fue retirado de su cargo y fue levantada la indigna prohibición que impedía al apóstol de los leprosos visitar la capital. Fue en esos meses cuando recibió Damián un sobre lacrado. En el pliego que contenía, el nuevo Ministro confería a Damián el cargo de gobernador de Molokai. "Su cometido habrá de ser esencialmente el mismo que viene desempeñando, pero en lo sucesivo ejercerá de "funcionario estatal". Como remuneración a la aceptación de este cargo, le ofrecemos un sueldo anual de diez mil dólares". El padre Damián sonrió después de leer la misiva, se sentó junto a su mesa de trabajo y escribió su respuesta: "Ustedes me ofrecen diez mil dólares por mis actividades en Molokai, pero tengan entendido que por ese dinero no permanecería cinco minutos más en esta isla, en la que sólo me retienen Dios y el celo sacerdotal por la salvación de las almas. Si por mi trabajo aceptara yo la mínima recompensa, mi madre dejaría de reconocerme como hijo suyo". Cuando en Honolulu leyeron la respuesta, abrieron tamaños ojos y sacudieron la cabeza. Solamente el nuevo Ministro dijo en voz baja: -¡Hubiera deseado conocer a la madre de este hombre!

Entre los leprosos vivía una mujer que no estaba enferma de lepra y que el padre Damián la había rescatado varias veces del alcoholismo. Un día, el sacerdote la buscó en diferentes sitios y no la encontró. Ella tenía la costumbre de ayudar en todo lo relacionado con la atención de los enfermos. Damián se encaminó a toda prisa en su búsqueda y la halló finalmente en una choza donde acostumbraban reunirse los últimos viciosos que quedaban en la isla. El padre Damián la contempló con tristeza y compasión, y al verla alcoholizada le preguntó: ¿por qué estaba en ese lugar? Ella le contestó que lo hacía porque le gustaba "la buena vida". El sacerdote le replicó: "La buena vida" la tenías cuando curabas a los enfermos, cuando limpiabas sus heridas, cuando hablabas con ellos y les dabas esperanza, cuando los ayudabas a bien morir, cuando preparabas sus ataúdes y los enterrabas. Esa era la verdadera buena vida..." (CONTINUARÁ EL PRÓXIMO DOMINGO).

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