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En el volcán

JUAN VILLORO

Hace cerca de 20 años, una amiga paseaba por La Condesa con su hija recién nacida y un desconocido se la arrebató de los brazos. Entonces ocurrió un milagro: un ciclista se detuvo, persiguió al secuestrador, recuperó a la niña y se la devolvió a la madre. Mi amiga corrió a su departamento. Minutos después regresó a la calle en busca del benefactor. No lo encontró. Los ángeles no esperan que les den las gracias.

A raíz de ese hecho mis amigos se mudaron a Cuernavaca, ciudad que los capitalinos asociamos con jardines encendidos por las buganvilias, albercas azul cobalto, lluvias que tienen la cortesía de caer mientras dormimos, el sitio donde Humboldt encontró la temperatura media del paraíso y Lowry la atracción del infierno.

A menos de 100 kilómetros del Distrito Federal, Cuernavaca ha sido la versión más próxima de la calma.

La forma en que esto ha cambiado compite con las tramas del cine gore. La muerte de Arturo Beltrán Leyva en un fraccionamiento controlado por el crimen organizado reveló que la capital de Morelos no es un lugar de descanso.

Poco a poco, la violencia ha dejado de ocurrir en "otra parte" para acercarse a nuestra vida. Las granadas arrojadas en una plaza de Morelia durante la celebración del Grito de Independencia, las carreteras cerradas en Monterrey, los jóvenes acribillados en una fiesta en Ciudad Juárez y los narcomensajes recibidos en cuentas privadas de correo electrónico en Mazatlán, Tampico y otras ciudades son atentados contra la población civil. El narco ha pasado a una fase de terrorismo. La difusión del miedo es parte de su estrategia.

El año pasado estuve en Cuernavaca para presentar un libro de la editorial La Ratona Cartonera. Esa noche conocí a personas pacíficas que sólo podían hablar de la violencia. Días antes habían recibido narcomails que instaban a no salir de casa. Las autoridades no dieron una respuesta tranquilizadora: recomendaron que, por si acaso, no contradijeran los mensajes.

Después de hablar de literatura, cada quien compartió una atrocidad. Una mujer había ido a dejar la basura y algo le llamó la atención en una bolsa: era un cuerpo mutilado. Otra había visto un cuerpo colgado de un poste en el estacionamiento de un supermercado. Un amigo había recibido una llamada de un "ingeniero" que dijo tener una fotografía tomada por presuntos secuestradores donde los rostros de los hijos habían sido señalados con círculos rojos. A continuación, pidió una cantidad para impedir el secuestro. Por su parte, una pareja comentó que todos los días una señora se apostaba en su calle; llegaba con una silla y se sentaba a anotar placas y modelos de automóviles. Le preguntaron para quién trabajaba y contestó: "No puedo decirles". Otro amigo contó que había vivido en Morelia, donde puso un café con música de trova. Lo cerró cuando un emisario de La Familia le pidió cuota para seguir operando. En Cuernavaca abrió otro negocio y se encontró con la misma petición, pero de un grupo delictivo distinto.

Los asistentes a la presentación se sentían inermes y temían lo peor: "la próxima víctima puede estar entre nosotros", comentó una señora.

El asesinato de Juan Francisco Sicilia, hijo del poeta Javier Sicilia, cumplió esa trágica conjetura. Si un estudiante de 24 años, con buena formación y valores éticos, es víctima del horror, todos estamos señalados. Ya antes, estudiantes del Tec de Monterrey y de Ciudad Juárez han padecido la violencia.

Javier Sicilia es un extraordinario hombre de fe, pero no hay sistema de creencias, por sólido que sea, que prepare para el calvario actual.

Aunque no se reveló el contenido del mensaje que acompañaba a los siete asesinados en Cuernavaca, se rumora que los acusaba de hacer denuncias a la policía.

¿Cómo debemos actuar al ser testigos de un ilícito? En la película El infierno, Daniel Giménez Cacho encarna a un político que solicita información para atrapar villanos: "Nuestro presidente quiere un país de soplones", bromea. Cuando un sicario le pasa un dato, descubre que el político era espía del narco.

Resulta imprescindible reflexionar sobre el peso social de las denuncias. El narco no quiere interferencias; criminaliza a las víctimas; culpa al denunciante de su propia muerte.

Hace unos días, el Acuerdo para la Cobertura Informativa de la Violencia abordó un tema largamente pospuesto: la actitud de los medios ante la violencia. Se trata de algo decisivo porque la difusión del horror hace fuerte al narcotráfico. Sin embargo, el documento es endeble. Uno de sus puntos más cuestionables es el de alentar a los ciudadanos a hacer denuncias. Aunque se especifique que no deben ponerse en riesgo, se delega en ellos la doble responsabilidad de informar y protegerse. No somos nosotros quienes debemos señalar y perseguir a los delincuentes. Además, la denuncia anónima se presta para la fabricación de culpables. ¿Y qué garantiza que siga siendo anónima?

Mientras el terror se vuelve cada vez más próximo, Calderón aumenta sus gastos de propaganda en 300 por ciento. Sus autoelogios agravan el espanto.

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