Las cantinas a mí me gustan mucho. Las cantinas cantinas, quiero decir, porque las cosas se han desvirtuado tanto en nuestro tiempo que es necesario repetir el nombre de un objeto para significar que se habla de lo auténtico y verdadero, no de lo que es ficticio o imitado. “Me gusta tomar café café”, no algún sucedáneo de café. “Fulano es católico católico”, no de los de misa y hoya; así, hoya, porque se acuerdan de su religión sólo en presencia de la muerte. Me gustan las cantinas cantinas; las de antes, no esos híbridos establecimientos que hoy se presentan con el nombre de cantinas, a los que pueden entrar también mujeres. Yo amo a la mujer. Vivo endiosado ante ella, adorando de rodillas su perpetuo misterio y majestad. Podría yo repetir los armoniosos versos decasílabos de Ramón López Velarde: “... En mi mano febril no hubo cosa, / de cristal, terracota o madera, / que abrazada por mí no tuviera / movimientos humanos de esposa...”. Pero así como hay reductos femeninos -las despedidas de soltera, por ejemplo- donde el varón no puede entrar, es menester también que existan bastiones masculinos. Masculinos, entiéndaseme bien, no machistas. Quedan muy pocos ya, y están en peligro de extinción por el progreso -justo por lo demás, y necesario- de las conquistas mujeriles. Una de esas plazas fuertes de la varonía es la cantina tradicional. En ella hay también presencia de mujer; no en cuerpo, pero sí en espíritu (el espíritu de la mujer, como el de Dios, está en el cielo, en la tierra y en todo lugar), porque en las cantinas los hombres hablamos, sobre todo, de mujeres. Digo “sobre todo” porque ayer estaba yo en una cantina a la que suelo ir con amigos cuando el corazón rebosa ya cosas del corazón y necesita hablar -y cantar- para volver a su latir de cada día. Se me acercó un respetuoso parroquiano y me preguntó si recordaba yo aquella canción jacarandosa en que una muchacha le pregunta con inquietud a su señora madre: “Mamá: ¿qué será lo que quiere el negro?”. Le dije que sí recordaba esa canción. “Pues, licenciado -me dijo el señor-, ya se supo qué es lo que quiere el negro”. “¿Qué quiere? -pregunté a mi vez, esperando una respuesta picaresca. Me contestó muy serio: “Quiere ser Presidente de los Estados Unidos”. Hoy será la elección presidencial en ese país. Pienso que el ganador será Barack Obama. Pero a lo mejor eso es lo que se llama wishful thinking, creer que algo sucederá porque deseamos que suceda. Esperemos a conocer la decisión de los electores. Y quienes pensamos que el eventual triunfo de Obama podría iniciar una nueva etapa más humana, más generosa y de más altos ideales en el gobierno de nuestro vecino, confiemos en que esos electores serán los ciudadanos, no las poderosas empresas y demás fuerzas económicas -y militares- que manejan desde las sombras -¡uy!- la aparente democracia americana... El cuento que ahora sigue tiene inquietante nombre. Se llama: “La sardónica risa de aquel hombre”. La expresión “risa sardónica”, que equivale a risa sarcástica, proviene del nombre de una planta, la sardonia, nombrada así por ser originaria de Cerdeña, cuyo jugo, aplicado en los músculos del rostro, causa una contracción parecida a la risa.... Todos los días llegaba a la farmacia un individuo y le pedía al farmacéutico un condón. Lo pagaba y se iba luego riendo con risa sardónica. Al farmacéutico aquello le intrigaba mucho. ¿Por qué el hombre se reía así? ¿Qué había de gracioso en el hecho de comprar un condón? Cierto día no pudo contenerse más, y le pidió a su dependiente que siguiera al individuo. Cuando el muchacho estuvo de regreso le preguntó: “¿A dónde va ese hombre que cada día compra aquí un condón y se va luego riendo con sardónica risa?”. Le contesta, apenado, el dependiente: “Va a la casa de usted”... (Debe haber dicho el pobre boticario: “Ahora lo comprendo todo”)... FIN.
