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Un oaxaqueño de 101 años

Hora Cero

Roberto Orozco Melo

Así que don Andrés Henestrosa, el gran literato oaxaqueño de 101 años, se nos fue para siempre: lo imagino erguido con medio perfil hacia atrás y luego al retomar el frente da una galana media vuelta, alza y agita su diestra como despedida y enfoca su vista hacia adelante para emprender por última ocasión el premioso tranco con que caminaba los infinitos senderos de Oaxaca en los días de su niñez.

Un día antes habló con Miguel Ángel Porrúa, más que amigo un hijo de su corazón, para preguntar por el estado de salud del ilustre oaxaqueño que recién había remontado su propio record de vida. Me contestó preocupado: “Parece estar bien, pero me angustia que no tenga ánimos para levantarse de la cama”. Miguel Ángel cuidó siempre a don Andrés y fue una mala señal que un hombre que supo trabajar mucho durante toda su vida no quisiera saltar de la cama como solía hacerlo: los enterradores dicen que la estera es prima hermana de la muerte.

Bella vida, pues fue plena la vida de don Andrés, y tanto más lo que vivió a través de la memoria, ese “amasijo de dolores” (y también de goces) que decía don Alfonso Reyes. La remembranza logra rescatarlos del olvido para revivirlos con intensa fidelidad, tal como hayan sido, entrañables o ingratos, pues por eso Dios hizo la vida de dos sabores.

Fueron deliciosas las oportunidades que tuve de convivir con don Andrés, cuya erudición y excelente memoria lo convirtieron en una joya del talento humano. Nada escapaba a su natural inteligencia, ni del pasado ni del presente. Si alguien introducía algún tema en la charla de forma pertinente don Andrés la inmergía en el caudal de su conocimiento para glosarlo con citas históricas, bibliográficas o reminiscencias personales alusivas. El tono imperativo de su voz parecía eliminar por anticipado cualquier trocha durante la conversación, pero ¿quién iba a contrariar o a desviar el decir sabio y memorioso de Henestrosa?

En el año de 1999 Miguel Ángel Porrúa aceptó editar mi versión personal del anecdotario político coahuilense: “De carne y huesos”. Fue grande su generosidad y él mismo la desmesura cuando invita a Guadalupe Loaeza, a don Andrés Henestrosa, a Armando Fuentes Aguirre, nuestro jocundo “Catón” de cada día y al editorialista e historiador Javier Villarreal Lozano, para que ella amadrinara y ellos apadrinaran mi texto. Lo cito sólo para enmarcar el enorme regalo que me hizo Miguel Ángel Porrúa, inquieto librero y editor, cuando dijo al presentarnos: “sé que serán buenos amigos”.

A don Andrés lo conocí en dos tiempos casi consecutivos: primero como dice la Biblia: “por sus obras” (las de don Andrés) y luego, en un tiempo apenas más lejano, Henestrosa supo de mí por lo que voy a contar en seguida:

En 1948, recién llegado a México para hacerme periodista, tuve la oportunidad de leer dos obras fundamentales de don Andrés, que habían provocado entusiasmo y admiración en los lúcidos entendidos y en los lectores noveles: Los hombres que dispersó la danza y Retrato de mi madre. Ambas obras pueden conseguirse ahora pues serán reeditadas como homenaje. La pulquérrima redacción y la miga de sus meollos son méritos personalísimos de don Andrés y cualidades difíciles de encontrar en la masa de escritores de hogaño.

A propósito de éstas cualidades Miguel Ángel Granados Chapa recordó ayer en su columna Plaza Pública que por medio de una epístola enviada en 1972 Henestrosa cedió a su amiga Estela Shapiro la receta de una aceptable literatura: “La literatura no es nada más la buena gramática, la elegancia de estilo, las bellas palabras puestas en fila. Es también, y casi siempre, la verdad que se logre expresar”.

Poco después, entre los años 40 y 50. tuvo don Andrés un cargo modestísimo: jefe de la Oficina de Espectáculos en el Departamento del Distrito Federal durante la regencia del licenciado Fernando Casas Alemán (1946-1952).

En dicha oficina lo entrevisté en 1949 para solicitar que su firma convalidara mi credencial de miembro de la Asociación de Periodistas de Espectáculos y Cinematografía, lo cual facilitaría poder entrar a las salas de cine y los teatros a reportar los estrenos.

Quizás me vio el licenciado Henestrosa muy escuincle y desmedrado, quizás pensó que solamente era un “vivo” que había trucado la credencial de la Asociación de Periodistas de Espectáculos y Cinematográficos para ver cine y teatro de “gorra”. Lo cierto es que fui despedido con cajas destempladas. Al siguiente día insistió con Henestrosa don Ángel Alcántara Pastor, presidente de la ANPEC, y para formalizar dicha solicitud vestí saco y corbata, lo cual advirtió el joven oaxaqueño quien con un talante desconfiado aunque amable me reconvino: “Buen porte y buenos modales abren puertas principales”, pero luego firmó.

La última vez que conviví con don Andrés fue en Saltillo, cuando le rendimos homenaje por su obra literaria en el patio principal de Palacio de Gobierno. Temprano, en su hotel, le narré la anécdota, pero él no pareció recordarla, ni siquiera interesado. Más tarde tomamos tequila durante la cena y disfrutamos con su conversación. Al despedirnos le dije: “Hasta luego maestro” y él respondió: “Hasta siempre, Roberto”. Algún día, tarde que temprano, serán etérea realidad nuestros mutuos deseos.

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