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Hacer o no política/Sobreaviso

René Delgado

Sin una definición clara sobre su sentido y dirección, el movimiento lopezobradorista corre el peligro de consolidar lo que resiste.

El discurso de la denuncia sin propuesta –no sólo retórica sino también comprometida en la acción– tiene el valor del testimonio, pero no más. La apuesta al fracaso del adversario y la dañina idea de derivar ganancias del error del contrario son un albur gobernado no por uno sino por el otro y las circunstancias. La tentación de jugar en los linderos de la revolución y la reforma, de la ruptura escandalosa y la negociación callada deja mal parado a quien juega a rebotar en esa raya.

En ese campo se ha desempeñado el movimiento lopezobradorista que, ahora, más allá de voluntades y personalismos, está obligado a decidir si quiere o no hacer política.

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A nadie le ha resultado fácil digerir lo ocurrido aquel 2 de julio.

Ni el presidente Felipe Calderón ha podido estampar el sello de su Gobierno porque, atenazado por los intereses que presionaron su elección, su margen de maniobra es en extremo reducido y el destino de su gestión, una interrogante. Más se le facilita acotar al crimen organizado que a los capos de su partido que, una y otra vez, lo desafían o lo colocan contra la pared. Probablemente la llegada de Germán Martínez a la dirigencia de Acción Nacional lo coloque en otra perspectiva, pero mientras eso ocurre Manuel Espino y Vicente Fox de a tiro por declaración lo lastiman una y otra vez.

Lo mismo le ocurre a su principal opositor, el dirigente Andrés Manuel López Obrador: sabe de la fuerza social de su liderazgo, pero no de la dirección política a imprimirle. Duda y juega doble. Manda al diablo a las instituciones, pero actúa bajo su manto. Asegura no querer cargar la responsabilidad de llevar a la violencia el movimiento que impulsa, pero una y otra vez lo coloca a la puerta de ella. Afirma no reconocer a la autoridad pero, al momento de llegar al límite, frena la resistencia.

Ambos personajes juegan en sus respectivos campos a mantener y acrecentar su presencia en el ánimo ciudadano y popular, sin acabar de entender el guión y el rol que protagonizan. Juegan sin decidir porque les falta fuerza, organización y herramientas y, de a poco, por el simple transcurso del tiempo, la inercia los va haciendo su presa. Se complementan sin querer.

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Probablemente, sólo unos cuantos personajes de la tercera fuerza han encontrado el resquicio para colarse en esa obra tampoco escrita para ellos.

El senador Manlio Fabio Beltrones no desperdicia oportunidad para aparecer en escena como un factor de cogobernabilidad y ha conseguido colocar su nombre en la cartelera, cuando menos de los actores de reparto. A su ímpetu se debe la reforma electoral que, curiosamente y en muy buena medida, obligó el movimiento poselectoral de Andrés Manuel López Obrador, pero que el priista supo capitalizar.

El senador entendió bien que su fracción parlamentaria era la única que podía sentar en una misma mesa al PRD y al PAN, y se fajó. El presidente Calderón carecía del poder de convocatoria y del operador político para hacerlo, y las divisiones del perredismo neutralizan hasta paralizar su fuerza.

Con esa acción, Manlio Fabio Beltrones consiguió reposicionar a su partido que, junto a su desempeño electoral a lo largo del año, se recupera y fortalece. Falta por ver, desde luego, qué será de Manlio Fabio, Beatriz Paredes y Enrique Peña así como de los gobernadores tricolores que no simpatizan con ninguno de ellos tres, cuando la elección intermedia lleve a traducir en cuotas de poder la prevalencia y la hegemonía de esas personalidades dentro y fuera de su partido.

Mientras eso ocurre, la supuesta debacle priista –fijada como destino, después de pasar a ocupar el tercer lugar a raíz de la elección presidencial– se aleja de más en más.

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Por todo eso, Andrés Manuel López Obrador y sus seguidores están obligados a redefinir el sentido y la dirección de su movimiento, su horizonte y su estrategia.

El esfuerzo sostenido por López Obrador es impresionante. Las cifras son elocuentes. Más de medio centenar de giras por todo el país, más de un millar de municipios visitados, más de un millón de simpatizantes afiliados al “Gobierno Legítimo”, y millares de mítines, reuniones y concentraciones. Todo realizado en tan sólo 16 meses, contados a partir de aquel 2 de julio.

No por nada los allegados a Andrés Manuel López Obrador se enorgullecen y hablan con timbre de orgullo del tesón y el ímpetu de su dirigente, pero no acaban de responder la pregunta central de ese esfuerzo: ¿Todo eso para qué?

Y es que la indefinición de López Obrador impide traducir esa fuerza y ese esfuerzo sostenido en acciones políticas de mucho mayor envergadura. La denuncia no trasciende y la resistencia no contiene y, entonces, la contradicción entrampa la acción y confronta en cierto modo al movimiento con el partido. El esfuerzo del movimiento, absurdamente, paraliza la acción del partido dando por resultado que esa resistencia sin propuesta ni gana de hacer política consolida al Gobierno establecido.

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Por momentos, el discurso rupturista del lopezobradorismo se frena en seco ante el peligro de constituirse en un llamado para dejar las plazas e irse a las montañas. Por momentos, el discurso político del lopezobradorismo se frena en seco ante el temor de reblandecer la postura radical. Lo que queda de esa esquizofrenia donde un día el discurso es revolucionario y otro reformista es la indecisión de hacer o no hacer política en serio.

Seguir por ese sendero donde a veces se camina por las banquetas y a veces no tiene por destino impulsar un movimiento sin dinámica y un partido afectado por la contradicción de querer poder y no poder. Un movimiento y un partido desarticulados que, a la postre, dará lugar a un juego absurdo: pelear el poder que se perdió.

Cuanto hagan o dejen de hacer los seguidores y los no seguidores de Andrés Manuel López Obrador sin duda será determinante en su destino, pero lo importante no es eso. Lo importante es que esa indefinición deja a un amplio sector de la ciudadanía sin un instrumento político eficaz que le permita influir en el destino nacional. Un sector inconforme con el poder establecido y la derechización del país, decidido a participar, pero sin romper con la civilidad y la institucionalidad.

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Vienen de nuevo fechas emblemáticas en el acontecer político de la coyuntura que no acaba de remontar el país.

La conmemoración de la Revolución Mexicana y, seguramente, el primer aniversario del Gobierno establecido serán ocasión para que el lopezobradorismo ocupe la escena y, más allá de la consabida denuncia, crítica y testimonio que se dará, será importante saber si –después de 16 meses de aquel 2 de julio– hay un replanteamiento de lo que esa izquierda pretende ser y hacer.

Luego de esos dos momentos, vendrán las renovaciones de las direcciones del Partido de la Revolución Democrática y del Partido Acción Nacional y, al arranque del año, las dificultades económicas de la coyuntura comenzarán a cobrar forma. Es preciso saber si el lopezobradorismo quiere hacer o no política. Si se cuenta con él o no.

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