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El Prestigio y la Reputación

Patricio de la Fuente G.K.

Durante el tránsito por ese sendero finito llamado vida, los seres humanos sueñan con concluir sus días habiendo dejado una huella dentro de su familia, comunidad o país. Cada quien tiene en sí la capacidad de elegir cuáles son las cosas verdaderamente importantes, todo aquello que da forma a nuestro legado y nos permite alcanzar un deseo universal siempre constante a lo largo de la historia: el sentido de trascendencia.

¿Cómo seré recordado? ¿Habrán mis días valido la pena? ¿Qué asuntos dejo pendientes quizá buscando que sean otros quienes los terminen en mi nombre? ¿Acaso estoy arrepentido de todo aquello que callé y nunca me atreví a decir preso por el miedo o la soberbia? ¿Fui en términos generales una persona de bien? Jóvenes o viejos, todos nos hemos enfrentado a dichas interrogantes.

Conforme caminamos la senda constantemente volteamos hacia atrás movidos por el hambre de lo certero. Algunas cosas nos han sido fáciles, otras probablemente se puedan equiparar a un vendaval de grandes magnitudes.

Hablo de todo esto pensando en dos virtudes esenciales para la vida: el prestigio y la reputación. Dichos adjetivos constituyen una dicotomía sin paralelos: alcanzarlos toma algo así como la eternidad misma y sin embargo, por más sólidos que parezcan, cuando se pierden generalmente lo hacen para siempre, son reacios a volver.

El prestigio y la reputación se dan, en mi opinión, al seguir ciertos pasos. Resulta esencial contar con una escala de valores morales firmes y convertirlos en principios rectores de cada uno de nuestros actos. Quizá la máxima agustiniana, aquella que habla sobre la verdad y la libertad como anhelo alcanzable es piedra angular, principio y fin, el todo y la nada.

La congruencia entre el actuar y el decir, ahí la clave hacia horizontes halagüeños. Nada más lamentable que el hombre incapaz de defender sus creencias y sostenerlas ante cualquiera, frente a la circunstancia que sea, sin importar las consecuencias. La lucha por los ideales nos garantiza la eterna juventud; el asombro constante confiere vida a lo marchito y lo hace florecer.

No creo en las casualidades: por lo general cada quien tiene la reputación que merece. Claro está, nuestra incapacidad de comprender la circunstancia del otro, la facilidad con la que a veces esparcimos el rumor y la calumnia pueden terminar con la reputación de cualquiera. Información es poder: quien la posee casi nunca la comparte y quien está carente de ella hace del chisme su aliado para así debilitar o destruir. Y bien, lo verdadero termina por salir a la luz: a eso le llamo, señoras y señores, justicia poética; ninguna factura queda pendiente.

Buscamos el prestigio por un sinfín de motivos. El inseguro busca ocultar sus fallas tras el oropel y no es capaz de entender que lograrlo requiere sustento en cosas verdaderamente sólidas. Gana prestigio quien triunfa o destaca en cualquier ámbito por méritos propios; consiguen reconocimiento aquellos que están dispuestos a compartir el éxito con el entorno que los rodea. Es prestigioso cualquier hombre o mujer que ante todo desea hacer de sus experiencias testimonio público accesible a los demás para dejar una enseñanza.

La reputación viene en cualquier gama de colores y sabores. ¡Cuántas veces me dejé llevar por el rumor y al conocer a la persona mi opinión cambió para siempre! Interminables las ocasiones donde compré indulgencias plenarias y paraísos en la tierra para después llevarme una colosal decepción. Para mi fortuna han aparecido -y lo seguirán haciendo- seres cuyo prestigio y reputación defienden a capa y espada. Conforme creces, ganas en cuanto a mañas y habilidades: no en balde sigue funcionando “la prueba del añejo”.

¿Somos un país con mala reputación y desprestigio? En efecto, en algunos campos como el deporte, la política y algunos otros menesteres. ¡Felicidades lector querido! Nuestras fallas son resultado de un esfuerzo colectivo por permanecer hundidos en la inercia y la pereza. La joven democracia mexicana no avanzará hasta que, de frente o hacia atrás y derecha, centro o izquierda, todos se pongan a remar. Digo, nos encanta maldecir a nuestros diputados, pero yo te invito -en buen plan- a que me digas a qué distrito perteneces y quién es tu representante. ¡Está cañón!

A todos nos significa mucho ser respetados, contar con una buena reputación y lograr ser prestigiosos y admirados. Frente a un mundo convulsionado, retórico y pragmático hasta la médula, me es imposible dejar de preguntarme por qué hemos permitido que cosas tan importantes pierdan su justo y bien ganado sitio.

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