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Dawkins y el aborto

Jesús Silva-Herzog Márquez

El aborto es uno de los ejes que separa a las sociedades contemporáneas. Un tema que ata la pasión a la polémica. El tema sigue dividiendo la opinión pública alrededor del mundo. No hay solución radical que sea convincente. Ni la absurda concepción de la libertad que ubica el derecho a terminar un embarazo con una “libertad sobre el cuerpo” (lo cual convertiría el aborto en un asunto moralmente inocuo—como cortarse el pene o practicarse una liposucción) ni la noción del homicidio de quien termina un embarazo en el segundo posterior a la concepción (que llama bebé a un organismo de un par de células) parecen argumentos razonables. Se trata de un problema moral. Desde luego, tiene serias implicaciones de salud pública, pero me parece que exige, ante todo, tratamiento moral. Si todos admitimos que es moralmente reprobable matar a un ser humano, el aborto toca el problema de la definición de lo humano: ¿es el feto un ser humano? ¿Se trata de una persona?

Quienes sostienen la postura más radical sostienen precisamente esa postura. Desde el momento en que se funden las dos células existe una persona. El Estado tiene, por lo tanto, deber de cuidar los derechos de la persona “no-nacida”. Visto a la luz del pensamiento religioso, el aborto no es solamente un acto moralmente censurable, sino de un acto idéntico al homicidio.

Los críticos contemporáneos de la despenalización del aborto en nuestro país han tratado de secularizar su argumento. Argumentan que, desde el momento de la concepción, existe un ser humano por existir un compuesto genético propio, inequívocamente humano e irrepetible. A su juicio, esa invocación científica basta para limpiar sus argumentos de ingredientes teológicos. Sería la razón científica la que establece la inmoralidad del acto. El brillante estudioso de la evolución, Richard Dawkins ha dado buenas razones sobre los absurdos de esta construcción que vale la pena traer a la discusión mexicana. En primer lugar, la ciencia no es proveedor de criterios de moralidad. En su admirable libro sobre mentiras, ciencia y amor titulado El capellán del diablo, advierte que la ciencia simplemente no puede decirnos que el aborto está bien o mal. La ciencia apenas apunta que existe un continuo embriológico que enlaza un feto carente de sensaciones hasta un adulto plenamente consciente. No existe ningún “chispazo” que el ojo de la ciencia retrate para capturar el inicio de la vida. Ninguna aparición de esencias. El proceso de gestación de un bebé es análogo al proceso evolutivo de las especies. Desde los organismos más sencillos hasta los primates más complejos hay un cambio gradual. Si lo entiendo bien, ese es uno de los aportes centrales del evolucionismo: lejos de concebir una “esencia” humana que separa radicalmente al ser humano del resto de las criaturas del mundo, el hombre está ligado a otros seres a través de una compleja cadena de azares.

El desarrollo de un bebé dentro del útero es análogo a ese proceso. Por ello la idea de que el aborto es un asesinato, independientemente de cuál sea la etapa de la concepción, implica una concepción que se adhiere a un esencialismo contrario a cualquier razonamiento propiamente científico. Pensar que la terminación de un embarazo es un acto idéntico a un homicidio, sería en ese sentido pensar que la terminación de la vida de cualquier animal o incluso, de una planta, sería idénticamente punible e idénticamente reprochable.

El pensamiento secular no puede seguir apelando a argumentos esencialistas como los que ofrece el razonamiento religioso, aun en su búsqueda de disfraces seculares. Un “argumento” frecuentemente esgrimido desde esa perspectiva es el de la cancelación de potencialidades. El aborto cancela las oportunidades de la vida. Se trata de la falacia Beethoven, que entre nosotros se ha convertido en la falacia del Chavo del Ocho. El cuento dice que el padre padecía sífilis, la madre tuberculosis. De los cuatro niños que habían procreado, el primero era ciego, el segundo murió, el tercero fue sordo y mudo y el cuarto padeció tuberculosis también. Si en situación de la madre hubieras decidido abortar, habrías asesinado a Beethoven.

Para empezar, la historia es falsa. El compositor fue el hijo mayor. (Tuvo una hermana mayor, pero murió muy pequeña). No hay tampoco evidencia de que los padres de Ludwig tuvieran las enfermedades que la leyenda les atribuye, aunque es cierto que su madre murió de tuberculosis. Pero habría que considerarla como si fuera verdad. ¿Qué debemos pensar si, en efecto, los elementos del cuento fueran ciertos? Peter Medawar, Premio Nobel de Medicina de 1960 expuso la falacia del argumento. Si pensamos que el aborto es la cancelación de una vida, si creemos que el aborto aniquila la posibilidad de que exista un alma humana, seremos genocidas en cada instante en que no tenemos relaciones sexuales. Cada rechazo de cópula sería un asesinato. Si no estoy teniendo relaciones sexuales en este momento, tal vez estoy matando al gran salvador de México, a su gran poeta, a su músico más genial. Llevando el argumento a su extremo lógico: ninguna mujer tendría derecho de rechazar una invitación sexual, puesto que de ella puede surgir el milagro de la vida.

Dawkins ofrece un argumento razonable. En el caso del aborto, debemos ponderar sufrimientos. ¿Podemos decir seriamente que un embrión de apenas unas horas sufre si su gestación es interrumpida? Presumiblemente no. No puede sufrir un organismo que carece de un sistema nervioso. Y cuando lo tiene, apenas podría decirse que sufre si el desarrollo de esa estructura es todavía elemental. Se trata, entonces de ponderación de males. Y parece razonable que, en las primeras semanas de la gestación el mal menor sea, justamente la terminación del embarazo.

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