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Y luego, nos asombramos/Addenda

Germán Froto y Madariaga

Los niños nunca juegan a la paz. Antaño y hogaño, los niños siempre juegan a la guerra.

Si se trata de jugar a los indios y vaqueros, los pobres indios deben morir, porque los vaqueros tienen pistolas y rifles y los otros sólo flechas y lanzas. Diríamos que igualito a lo que sucede entre Estados Unidos e Iraq.

Si el juego se entabla entre policías y ladrones, éstos son los que deben ser aniquilados. Aunque ahora, ante el poderío armamentista de los narcotraficantes y la constante apología que de sus ilícitas actividades se hace al través de los medios de comunicación, ya no se puede saber si los que caen abatidos por las balas de las AK-45, son los policías.

Pero si se juega, como es costumbre, a la guerra, lo mismo pueden morir soldados de un lado que del otro. Lo ineludible en ese juego que jugamos todas las generaciones, es que el campo de batalla debe quedar sembrado de muerte y destrucción.

Yo recuerdo que entre mis juguetes más preciados, estaba aquél traje de vaquero con un par de pistolas tipo revólver, debidamente provistas de largas tiras de petardos que funcionaban de maravilla.

Otro más que recuerdo perfectamente fue un rifle que disparaba pelotas de pin-pong, a una velocidad endiablada, con el que traía asoleadas a mis hermanas y a muchos de mis compañeros de juegos. Contaba además, con un mortero que en la punta de las bombas traía un detonante y donde pegaba estallaba sonoramente.

Claro está que no faltó el rifle de municiones y la pistola de postas, cuando dizque tuve edad para manejarlos con cierta precaución.

¿Qué podían hacer mis pobres padres, entonces, ante las exigencias comunes de su hijo, sino cumplirlas? ¿Qué pueden hacer los padres de hoy cuando sus hijos les solicitan que les compren rifles o pistolas? Pues, lo mismo.

A los niños, en la casa y en la escuela les hablamos de la paz, pero los dejamos que jueguen a la guerra. “Que al fin y al cabo, es sólo un juego” —decimos, cuando los proveemos de armas. Pero es un “juego” que se fija en las mentes infantiles y los acompañará toda la vida.

Les enseñamos que la vida es competencia y por tanto confrontación constante, de manera tal que “nunca deben dejarse que otros los agredan”. Si eso sucede, hay que responder inmediatamente y atacar al otro con todo cuanto tengamos al alcance.

No hay en nuestra sociedad, un código de conducta congruente entre lo que les enseñamos a los niños y la belicosidad que les inculcamos para que la apliquen en su vida cotidiana. Y podría añadir que hasta los incitamos para que se conduzcan de esa manera.

El: “usté no se deje, mijo”, nos brota a cada momento y llegamos al extremo de enseñarlos a pelear.

Cuando se es niño, el que no responde a una agresión o no le entra al pleito es tachado de maricón, rajón o miedoso. Nunca de pacifista, prudente o tolerante.

Bueno, hasta las estrofas del glorioso Himno Nacional, que nos enseñan prácticamente al mismo tiempo que las vocales, están cargadas de belicosidad.

En los barrios y en las escuelas, los niños tienen que adherirse a una pandilla, cumplir con sus reglas y rajarles la cara a los contrarios cuantas veces venga a cuento, aunque sea sólo por un “quítame estas pajas”.

Cuando menos en mis tiempos así era y puedo decir, no sin vergüenza, que en la Pereyra llegamos al grado de liarnos a golpes con uno que otro de los profesores que estudiaban para ser sacerdotes.

Hay muchos testigos que no me dejarán mentir y pueden corroborar que en aquellos años, profesores como Óscar Reynald, le entraba a los pleitos con singular alegría y no hubo uno de mis contemporáneos que saliera bien librado de las reyertas en que él participó. Y cómo podíamos siquiera igualar a un graduado de la academia militar de West Point, en Nueva York.

Entonces, como ahora, el saber pelear era parte de la formación extracurricular de los jóvenes, si se quería sobrevivir en aquel mundo de violencia constante.

Si les enseñamos a los niños a hacer la guerra. Si les inculcamos a los jóvenes que la valentía tiene que ver con la violencia, el arrojo, la temeridad y la fortaleza física, ¿cómo queremos entonces que nuestro mundo sea un mundo de paz?

No nos debe extrañar que haya jóvenes que consideran un honor ir a la guerra a pelear y matar a otros, independientemente de lo absurdo que puedan ser las causas de una conflagración bélica.

Es en esencia una de las grandes contradicciones de la formación militar aceptada y regulada por las sociedades de nuestro tiempo, pues preparan a los hombres y mujeres para ir a la guerra, para matar y destruir. Pero, cuando se exceden, a juicio de la sociedad, son juzgados como criminales de guerra.

¿Acaso los formaron, prepararon y adiestraron para ser otra cosa? ¿Acaso puede pedírseles fundadamente que en un estado alterado, como seguramente se encuentran quienes se enfrentan a la muerte, puedan distinguir en todo momento entre enemigos y no enemigos?

Lo prudente sería que nuestras sociedades no contaran con ejércitos regulares. Que las controversias entre Estados soberanos se resolvieran en organismos o tribunales internacionales y al través de los medios de solución pacífica.

Lo lógico sería que no se invirtiera dinero en armamento y que se destinaran esas cantidades a aliviar el hambre y la miseria de millones de seres, de hermanos que mueren de inanición en muchas partes del mundo.

Pero no es así. Al contrario, como afirmó Thomás Hobbes, el hombre sigue siendo el lobo del hombre.

Y si desde niños alentamos en ellos la belicosidad y la violencia, ¿cómo queremos que sean distintos en la edad adulta?

Si los enseñamos a hacer la guerra, ¿por qué nos asombramos después, de que haya guerras?

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