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Nuestros Niños de la Calle

Guadalupe Loaeza

Es cierto que cada vez que descubro un reportaje en la tele acerca de los Niños de la Calle, suelo cambiar de canal. He visto tantos. Es cierto que es un asunto por demás muy socorrido entre los reporteros de distintos diarios del país, de ahí que a veces ni los lea, no obstante muchos de ellos están muy bien documentados. Y también es cierto, que cuando me encuentro con alguno de estos niños, ya ni los advierto por todos los años que los he visto deambular por las calles de la ciudad. En otras palabras, andando el tiempo, este problema social tan grave, lo he ido asumiendo con la misma resignación con la que he tenido que asumir otros como por ejemplo: la contaminación, el tráfico, la inseguridad, el ruido, la basura, los perros callejeros, el cierre de algunas salidas en el periférico, manifestaciones, inundaciones de vías rápidas, la tala de árboles, súbitos cambios de sentido de las calles, vendedores ambulantes, demoliciones de edificios bellísimos, etc.

He de confesar que en lo que se refiere, específicamente, al tema de los Niños de la Calle siempre me encontré muy alejada de la verdadera problemática. La encuentro tan compleja que invariablemente opto por huirle y pensar en otra cosa. Sin embargo, el lunes por la noche, no tuve salida. Sentada en una de las butacas de lo que era el Cine Diana, viví un verdadero martirio a lo largo de 82 minutos.

Hacía mucho, pero mucho tiempo, que no me conmovía tanto una película. Las imágenes eran tan elocuentes que empecé a respirar con dificultad. Al cabo de muy poco tiempo de haber empezado, se me tapó la nariz. Era tal mi tensión, que sentía los músculos de la cara sumamente tensos. Todo mi cuerpo estaba como paralizado. El silencio en la sala era mortal. Era denso y pesado.

Era un silencio que tenía que ver con la vergüenza de vivir en un país en donde habitaban, en condiciones infrahumanas, más de 20 mil niños y niñas. Son niños mexicanos, me repetía una y otra vez. No son niños interpretando el papel de Niños de la Calle para un documental. No son niños que alguna vez existieron cuando el país era muy pobre. No son niños de fotografías del archivo de Cassasola. Son niños mexicanos de este siglo, de este milenio, de ayer y de hoy. Niños que apenas comen, apenas duermen y apenas se despiertan en medio de la calle, en medio de grandes filas de coches, en medio de la suciedad y en medio de una jauría de perros. ¡Cuántos perros rodean a estos Niños de la Calle! Ellos también están solos, muertos de hambre y de frío. Ellos también no tienen hogar. Ellos también están en los huesos y ellos también se desplazan con los ojos vidriosos.

Los cuatro personajes del largometraje de Eva Aridjis, nominada para dos Arieles en las categorías de Mejor Película Documental y Mejor Ópera Prima, representan cuatro vidas dolorosísimas. Cuatro vidas que parecen no tener sentido, ni esperanzas ni nada. Cuatro vidas que han crecido en el absoluto desamor, en la violencia, pero sobre todo, en la injusticia. Marcos, Antonio, Erika y Juan de 11, 12, 18 y 15 años de edad respectivamente han huido de su familia. Antes que vivir con un padre violento y una madre pasiva y rebasada por tantos hijos, prefieren enfrentar todos los días a ese monstruo gris y chato en que se ha convertido la ciudad de México. Ese monstruo desalmado que diariamente los arroja, a la violencia, al hambre y al desamparo. Ese monstruo que se llama el Distrito Federal y que los ha enamorado gracias a la droga y al ofrecimiento de una supuesta libertad. Mis calles son suyas. En esta tierra de nadie pueden hacer lo que deseen, lo que se les antoje. ¡Son libres! ¡Dueños de su vida! No tienen que trabajar, ni estudiar, ni luchar por nada. Lo único que tienen que hacer es olvidarse que existen. Olvidarse del hambre, del frío, de sus padres, de sus hermanitos y naturalmente del amor, parece decirles a estos sus niños quienes de alguna manera son como sus hijos adoptivos.

¿Por qué en lugar de este padre tan odioso e irresponsable no los adopta el Estado? ¿Por qué los tiene tan abandonados? ¿Por qué si nada más son 200 mil no les crea un programa que los rescate a la vida? Según el documental de Aridjis el 70 por ciento de estos niños están enfermos de SIDA. El otro 30, seguramente, está enfermo de soledad y de miseria. Por eso Antonio Rodríguez “El Rata” para acompañarse mejor inhala su trapito embebido de cemento. Tengo alucinaciones bien bonitas. Veo que se me acercan los árboles, platico con la fuente de los parques, dice con su mirada totalmente perdida.

Por su parte Erika le confiesa a la entrevistadora: Me han violado dos veces. La primera fueron cinco policías y la segunda dos personas. Nada más de acordarse se le nublan sus ojos de puritito coraje. A pesar de sus 18 años, tiene un rictus en el rostro de mujer de 60. Sin haber vivido prácticamente nada, es ya una mujer rota, resquebrajada, llena de fisuras y de parches. Hasta cuando se le ve al lado de su madre se le siente llena de odio.

Marcos a los 11 años ya es totalmente adicto, aparte del Resistol, a la calle. Su madre, muy joven vive en Chalco y no sabe ni leer ni escribir. No sale de su casa porque dice que se pierde. No sé nada. No entiendo. No sé cómo se educa a los hijos. Es una cosa re difícil, dice ante la cámara con la mirada extraviada. A lo lejos se ven perros, muchos perros y una televisión chiquita encendida. Sus otros hijos la miran sentados en el suelo de tierra con la boca abierta. Marcos no quiere regresar a esa casa en donde no siente un ápice de amor. ¿Para qué regresa si para colmo su padre se la vive borracho?

De los cuatro, conforme veía la película me fui encariñando con Juan. A Juan le falta una pierna, está muy flaquito pero tiene unos ojos cafés muy expresivos y pestañudos. A mi papá no le he pedido nunca nada, ni se lo voy a pedir. Ése al rato se arrepiente en el infierno”, comenta este joven de 15 años que tiene un tumor en un pulmón. Él sabe que se va a morir muy pronto. De hecho ya ni le importa. Total... hace muchos años ya andaba, por todas las calles de la ciudad, como medio muerto. Era un muerto cojito. Un muerto que quiso despedirse de sus cuates. Por eso su madre lo llevó a la Plaza de Solidaridad y San Cosme para que les dijera adiós a los otros Niños de Calle, igual de pobres que él. Allí está Juan, acostado en posición fetal sobre el piso envuelto en un viejo sarape. Allí está sin su pierna, con su tumor en el pulmón y sus ojos llenos de tristeza. Allí está despidiéndose como puede de los perros callejeros, de los basureros, de las tiendas hechas con cartón y de plástico. Allí está con todo el abandono del mundo encima de él despidiéndose de Marcos, de Erika y de Antonio.

¡Se va a morir! Clarito se ve que Juan morirá muy pronto. ¡No!, que ya no lo sigan filmando. No, no quiero que se muera. ¿Por qué se moriría tan pronto si cuando empezó la película se veía hasta cachetón desplazándose por entre los coches? ¡No se vale! ¿A poco su muerte estaba en el guión? ¡Que ya no lo filmen, por Dios! ¿Qué no ven que tiene toda la cara desfigurada, que está todo hinchado, a pesar de que se advierte tan raquítico? ¿Por qué en lugar de filmarlo no lo llevan al hospital para que le den oxígeno? ¿Qué no ven que es un niño que nada más tiene 15 años y que nunca ha sido feliz?

Por último y antes de que la película llegara a su fin, leemos en la pantalla que Marcos, Erika después de permanecer muy poco al lado de sus padres, regresaron a la calle. “La Rata”, a fin de cuentas, no se decidió a regresar a Veracruz. Una semana después (de la filmación) Juan murió de cáncer. Fue la última frase que apareció.

Desde que vi la película de Eva Aridjis, me siento presa del desasosiego. Lo único que me consuela es pensar que Juan ya no necesitará la droga ni se desplazará entre coches, sino entre nubes.

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