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Vigilantes sin vigías

JESÚS SILVA-HERZOG

La nueva arquitectura de seguridad es parte de un régimen autoritario que eliminó todos los contrapesos. ¿Quién los vigila?

En el 2004 Michael Ignatieff publicó un trabajo sobre la ética en tiempos del terrorismo. El liberal canadiense se preguntaba cómo podía combatirse al enemigo sin terminar replicando sus métodos. Para derrotar al terrorismo era necesario recurrir a la violencia estatal y repensar en serio el espacio de los derechos. ¿Cómo puede una democracia liberal emplear técnicas que se apartan necesariamente de la carta tradicional de garantías sin destruir sus valores esenciales?

Ante peligros extraordinarios, el Estado se veía forzado a asumir poderes extraordinarios. Los ataques del 11 de septiembre convencieron a Ignatieff de que, ante la emergencia, había que repensar la órbita de los derechos y las facultades del gobierno. Los terroristas no eran delincuentes comunes que podrían ser perseguidos con métodos ordinarios. Representaban una auténtica amenaza existencial. Como lo demostró el ataque de las Torres Gemelas, con pocos recursos podían causar un daño gigantesco. El libro que publicó Ignatieff poco antes de brincar a la lucha electoral es un ensayo lúcido y valiente sobre la naturaleza trágica de la decisión política

No podemos desconocer el poder del crimen organizado si queremos discutir los poderes del Estado para encararlo. Cualquier discusión sobre el asunto debe partir del reconocimiento de su asentamiento territorial, de su fuerza militar, de su poder económico, de sus respaldos sociales, de sus complicidades políticas. No hay forma de recuperar la tranquilidad en el país si no contamos con firmes capacidades estatales para enfrentar al crimen organizado. Si queremos resultados en la lucha contra el crimen, debemos reconocer que el Estado necesita instrumentos legales, herramientas administrativas, coordinación política, recursos presupuestales.

Ese es el propósito explícito de las reformas recientes. Lo que se denunciaba desde la oposición es impulsado hoy como requisito para el combate al delito. Las reformas van en una misma dirección: consolidan la militarización, pretenden rastrear eficazmente a la gente, buscan la coordinación entre las autoridades encargadas de perseguir delincuentes. A la Guardia Nacional se le otorgan facultades en materia de investigación e inteligencia. Se ordena el levantamiento de la nueva cédula de identidad con datos biométricos que se convertirá en el instrumento de identificación indispensable para realizar cualquier trámite público o privado. La ley de la Guardia Nacional permitirá ubicar en tiempo real a todo mundo sin necesidad de que un juez autorice la geolocalización.

Una ausencia es notable en esta nueva mecánica de poder: la vigilancia de quienes dicen cuidarnos. Ante la dramática crisis de seguridad que vivimos, el fortalecimiento del Estado no es un capricho. No podemos ser ingenuos. Necesitamos un Estado fuerte para combatir al crimen organizado. El gran problema es que este refuerzo de capacidades estatales no se complementa con dispositivos que vigilen a los cuidadores. El cambio institucional impulsado a toda prisa por el gobierno y su aplanadora legislativa apuesta a la probidad y eficiencia de los vigilantes. Quien insiste que vivimos en el país más democrático del mundo parece confiada en que los enormes poderes que se le asignan a los militares serán empleados comedidamente para perseguir delincuentes sin violar derechos humanos. La Presidenta considera innecesario establecer prudencias institucionales para evitar el abuso, corregir errores o castigar a quienes rompan la ley.

La nueva estructura de la seguridad es parte integral del nuevo régimen. Lo advertía Ignatieff en su ensayo sobre el mal menor: si es necesario contar con nuevos instrumentos para combatir criminales despiadados, es indispensable reforzar los controles para evitar abusos. La gran amenaza es esa: la nueva arquitectura de seguridad es parte de un régimen autoritario que ha eliminado todos los contrapesos. No hay Poder Judicial que sea dique de legalidad frente a un poder arbitrario. Desapareció la Comisión de Derechos Humanos como órgano autónomo. Ya no tenemos un órgano independiente del gobierno dedicado constitucionalmente a cuidar los datos personales. Las leyes se hacen y se deshacen en un instante; se incumplen y se burlan sin consecuencia alguna. Y la censura se extiende. No hay vigías del Estado vigilante.

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Escrito en: Ático Columnas editorial Denise Dresser

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