Durante gran parte de mi niñez acampamos con mi familia a la orilla del mar en Bahía San Blas. Era un lugar desolado y cada verano se congregaban algunas familias de aventureros como la mía, en busca de tranquilidad y buena pesca.
Las casas rodantes se alineaban en la costa, se tendían toldos y mesas y durante un mes se disfrutaba del mar, los juegos y la comida.
Entre todos los pescadores había uno especial, pues sólo buscaba grandes tiburones. Como es de imaginar, necesitaba arrojar la carnada a considerable profundidad y distancia. Si bien algunos ingeniosos utilizaban globos, don Ángel, como era mecánico de profesión, había ideado otra estrategia. Un pequeño motor navegaba en línea recta, llevando el señuelo y la carnada. Luego, con otra línea, interrumpía el dispositivo y la línea quedaba donde había probabilidades de pescar algo grande.
La caña estaba siempre tendida y expectante a la orilla del mar, con su reel obeso, desproporcionado. Don Ángel era un optimista nato y estaba orgulloso de su sistema ingenioso para pescar tiburones. Cada mañana y cada tarde revisaba la carnada a la espera de su tan ansiado trofeo. La bahía era un lugar excelente para la pesca de escualos; sin embargo, hacerlo desde la costa era toda una proeza.
Era el 31 de diciembre y las familias que acampaban en la costa decidieron compartir la mesa para celebrar la llegada del Año Nuevo. Durante la cena, se hicieron apuestas sobre si habría pique o no y a qué hora. Don Ángel fue el único optimista; nos dijo a todos que antes de las doce de la noche, para cerrar ese año, un gran tiburón tomaría el señuelo.
En ese lugar lejano, con el cielo estrellado, las copas comenzaban a estrecharse. Justo ahí, en ese instante previo al término del año viejo, la chicharra del reel comenzó a sonar. -¡Tiburón!- gritamos todos. Nos colocamos detrás de don Ángel, mirando cómo maniobraba su caña curvada, con los brazos fatigados por la tensión. Al cabo de una hora, con la línea a punto de estallar, emergió la boca de un tiburón gigante, pugnando en la orilla por ganar profundidad.
Lo había logrado contra todos nuestros pronósticos.
Con una sonrisa más ancha que su boca, don Ángel nos enseñó que la energía que impregna la duda, luego la toma la esperanza y la multiplica la alegría.
Recuerdo que bebimos para celebrar y, a mis quince años, fue la primera y única vez que me emborraché.
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