En una era donde las pantallas iluminan más rostros infantiles que el sol mismo, surge una pregunta urgente: ¿qué impacto está teniendo esta desconexión con el entorno natural en nuestros niños? Nosotros crecimos trepando árboles, corriendo por parques, mojándonos bajo la lluvia y creando mundos imaginarios entre piedras, ramas y lodo. Hoy, los niños pasan más tiempo frente a dispositivos que, si bien ofrecen entretenimiento e información, también han desplazado muchas de las experiencias humanas más enriquecedoras.
La forma en que los niños viven su infancia ha cambiado radicalmente. Las tardes interminables de juegos al aire libre, los partidos improvisados en la calle, las caminatas por el campo y la conexión directa con la naturaleza han sido reemplazadas por horas frente a una pantalla. Tabletas, celulares y videojuegos dominan ahora el tiempo libre de muchos niños, que han dejado de explorar el mundo real para sumergirse en mundos digitales que poco a poco los aíslan del entorno y de los demás.
El juego al aire libre no es un lujo, es una necesidad. Explorar la naturaleza, convivir con otros niños fuera de entornos controlados, aprender a resolver conflictos sin mediadores contribuye a su desarrollo emocional, social y físico. Estar en contacto con el aire puro, la tierra, el agua y las plantas despierta la curiosidad, fortalece el sistema inmune y enseña algo fundamental: que somos parte de un ecosistema al que debemos cuidar y valorar. Compartirlo con otros niños multiplica los beneficios. Jugar en grupo en un entorno natural fomenta la empatía, la cooperación, la creatividad colectiva. En esos espacios abiertos donde la imaginación no tiene paredes, los niños se convierten en exploradores, líderes, sanadores y artistas, aprenden que el mundo no siempre responde con un clic, sino con paciencia, presencia y atención.
Volver a lo que era antes de la era digital no significa rechazar el progreso, sino equilibrarlo, ofrecer a los niños oportunidades para vivir una infancia completa, en la que la tierra no solo se ve en videos, sino que se toca; en la que las amistades se construyen cara a cara, con risas, discusiones y abrazos; en la que el cuerpo se mueve libre, respira hondo y siente el viento como parte de su historia.
Veámoslo así: cada salida al parque, cada excursión al bosque, cada tarde de juegos al sol es una inversión en el bienestar integral de los niños. Necesitamos devolverles el derecho a aburrirse, a ensuciarse, a explorar sin filtros. Solo así podrán desarrollar no solo habilidades cognitivas y sociales, sino también una conexión auténtica con el mundo que habitan y que deben cuidar.
Los niños necesitan volver a jugar. No en línea, sino en el pasto, bajo el sol. Necesitan correr, trepar, ensuciarse, inventar juegos con lo que encuentran a su alrededor, descubrir que una rama puede ser una espada, un palo de escoba, una varita mágica o el timón de un barco pirata. El contacto directo con la naturaleza estimula la imaginación, fortalece el cuerpo, regula las emociones y enseña valores fundamentales como el respeto, la paciencia y el cuidado del entorno.
Eduquemos niños que miren menos las pantallas y más las estrellas, que se ensucien las manos, que se maravillen con una hormiga, que aprendan que la felicidad no siempre viene de un clic, sino de una risa compartida al aire libre. Hoy más que nunca, necesitamos niños que miren menos las pantallas y más las estrellas. Que sepan que se vive mejor con los pies en la tierra y el corazón al aire libre.
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