Se dice que el Sumo comenzó hace 2,500 años con un combate entre dos dioses por la posesión de Japón. La victoria de uno de ellos hizo que el archipiélago de cinco mil islas fuera cedido a los hombres, lo que legitima la ascendencia divina del Emperador.
Los primeros combates se realizaban para implorar buenas cosechas. Tendían a ser violentos, sin demasiadas reglas, una lucha a muerte ciertamente cruenta. Recién en el año 642 se llevó a cabo el primer combate históricamente autentificado, cuando la emperatriz Kogyoku hizo que sus guardias lo practicaran como entretenimiento.
Tratándose de Japón, existen una cantidad importante de pequeños símbolos. Por ejemplo, cuando el emperador está presente, los rituales de entrada al ring se realizan sin darle nunca la espalda.
Durante el reinado de Shomu, en el 700, muchos luchadores o sumotori se reclutaron en todo el país para una festividad llamada Sechie, que se celebra cada año en el verano. Así, el deporte pasó de ser un ritual agrario a convertirse en un espacio para rezar por la paz y la prosperidad.
Las reglas son muy simples: los dos contendientes deben luchar en un círculo pequeño y se considera derrotado el luchador que toca el exterior con cualquier parte del cuerpo, excepto la planta de sus pies. Los combates duran apenas segundos y están precedidos de numerosos rituales sintoístas.
Desde tiempos inmemoriales los hombres han luchado por diversas causas: venganza, deseos de conquista, hambre; sin embargo, el Sumo agrega una perspectiva nueva: se lucha para rezar por la paz.
En la simiente más profunda de la naturaleza humana está arraigada esta pulsión de la fuerza y la supremacía. Tal vez sea una utopía pensar en que en los próximos siglos los hombres podamos reivindicar nuestras celebraciones mediante nuevos rituales de abrazos y sonrisas.
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