Sentí una inmensa expectativa al llegar a Arashiyama, al oeste de la ciudad de Kioto, especialmente conocido por su precioso bosque de bambú. Una hilera tupida de enormes cañas componía ese paisaje que jamás había visto.
En Japón, los árboles de bambú son un símbolo de fuerza y se cree que mantienen a raya a los espíritus malignos. Esto probablemente explica por qué la entrada al templo Tenryu-ji está ubicada en un extremo de la arboleda y la entrada a la Villa Okochi Sanso en el otro extremo.
Caminé por el único sendero estrecho, de unos quinientos metros. Oí que, si uno se queda quieto y guarda silencio, es posible escuchar el sonido de la brisa murmurando suavemente. Tal vez por esto el Ministerio de Medio Ambiente eligió este lugar como uno de los cien paisajes sonoros del país.
Comencé a preguntarme cómo sería ese mágico sitio si estuviera florecido. Los japoneses a los que les pregunté sonreían o exclamaban sorprendidos. Lo cierto es que la mayoría de las personas nunca en toda su vida han visto la flor del bambú. Su extrañeza se debe a que la floración se produce una sola vez, y el ciclo puede darse en un período de 18, 60 o 120 años. Cuando un bambú florece, todos los de su especie lo imitan en una sucesión de iluminación colectiva. Luego lanzan sus semillas y mueren.
Somos como esas flores exóticas: únicas, singulares, impredecibles. Nuestro propio florecimiento también contribuye al florecimiento de los demás. Está precedido por un proceso evolutivo, sin duda necesario. Sin embargo, finalmente se produce, y es un acontecimiento extraordinario.
Cuando hemos comprendido nuestro propósito esencial, es hora de compartir todas nuestras semillas, para continuar con el viaje.
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