La fila de asientos era de tres. A su lado, una mujer tejía, miraba una película en su celular. Cuando el avión comenzó a carretear y aceleró, la vio dejar las agujas y persignarse.
¿Cómo la habrían dejado subir?
Dos asientos más adelante, un hombre con rasgos orientales parecía rezar.
¿Sentían miedo? ¿Eran cómplices? ¿Se trataba de una absurda coincidencia?
Casi sin respirar pensó que tal vez era un presagio, signos inequívocos de una tragedia que estaba a punto de suceder.
¿Cómo sería el sabor de la muerte desde el aire?
Cerró los ojos. El avión tembló un poco y, con el cuerpo inclinado, comenzó a desafiar la gravedad.
La mujer volvió a tejer. Todos los seres que compartían ese vuelo se sumergieron en sus rituales, fingiendo normalidad. La vida continuaba con su derrotero, otra vez.
En este tipo de experiencias, en las que se vive a las orillas del miedo, en las cercanías de una probable muerte, es que se congela el pensamiento y toda la atención está puesta en el desenlace. Se tensan todos los músculos. Una profunda incertidumbre nos impregna.
Solemos preguntarnos: ¿será éste el momento?
Sin embargo, cuando transitamos la experiencia y comprobamos que la vida solo nos ha dado un susto, regresamos a nuestra normalidad con prisa; allí nos refugiamos y nos sentimos seguros.
A mí me ha sucedido: luego de vivir una experiencia límite, regreso con entusiasmo a valorar el instante, el hecho de estar vivo, de poder ver, oler, hablar, respirar.
Tal vez la vida nos somete a estos acontecimientos de vez en cuando para que no nos olvidemos de lo hermoso que es vivir, aunque desafortunadamente lo olvidamos con demasiada frecuencia.
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