A todos.
-¿No solo a los ministros de la Corte?
-A todos.
-¿Quiere decir a cada juzgador del país?
-El Poder Judicial está corrompido hasta la médula. Y solo sirve a los intereses de los conservadores.
-Eso no se ha hecho en ninguna otra parte, señor Presidente.
-Con mayor razón.
-Presupuestalmente...
-No importa.
-Pero...
-A todos.
Resulta difícil imaginar cómo sucedió -si acaso sucedió- esta conversación, pero hay pocas dudas de que, como en tantas otras ocasiones, debió de tratarse de una idea que ninguno de sus consejeros se atrevió a rebatir. Los líderes autoritarios no conocen razones y, faltando apenas unos meses para que terminara su periodo, de seguro nadie se atrevió a desafiarlo aun cuando, desde ese mismo instante, la insensatez de la propuesta era ya evidente.
En ese punto, López Obrador, como tantos hombres de poder que están a punto de perderlo, solo cargaba agravios en su contra y uno de los mayores era la decisión de la Suprema Corte de frenar sus reformas constitucionales. No era impredecible, pues, que al final de su sexenio intentara una maniobra para apropiarse al fin de esa institución. Al oponérsele, los propios ministros debieron sospechar que pronto llegaría la venganza contra ellos. Lo que quizás nadie previó es que, ya envalentonado, AMLO decidiera no solo removerlos a ellos, sino alterar de un plumazo el sistema de equilibrios entre los poderes Ejecutivo y Judicial y, en nombre de la democracia, destruir una de sus principales garantías: esa independencia que la Corte tan difícilmente había ido ganando con los años.
La genial idea del Presidente no encontró obstáculos para convertirse en una iniciativa y, una vez que Morena obtuvo la mayoría necesaria para implementarla, la presidenta Claudia Sheinbaum decidió no pagar el costo político de enfrentarse a su mentor y optó, con idéntica insensatez, por llevarla a cabo. Desde ese momento, la ocurrencia no ha hecho más que desatar un alud de nuevos y mayores despropósitos: ante la naturaleza demencial de la tarea, todos los actores -del INE al Legislativo y el Judicial-, maniatados, sometidos o amenazados, no han tenido más remedio que proseguir con la aventura, parchando por aquí y moviendo fichas por allá, a fin de dar la apariencia de que se llegará al objetivo planeado en el término previsto.
Como cualquier observador imparcial puede advertirlo, el país se encamina así hacia un simulacro que nos devuelve a la época dorada del partido hegemónico. Con un costo económico y político inaudito, y solo para no contrariar a quien tuvo la ocurrencia, en unas pocas semanas México iniciará lo que, en su prólogo a La tormenta judicial, coordinado por Saúl López Noriega y Javier Martín Reyes, el jurista argentino Roberto Gargarella ha llamado "una de las mayores tragedias institucionales de nuestro tiempo".
Nada caracteriza a los populismos como la precisión en el diagnóstico y la estulticia de la medicina: que el sistema de justicia mexicano fuese un desastre -con su vertiente penal cercana a la inexistencia- no implica que con la reforma de López Obrador y Sheinbaum no vaya a empeorar aún más. En pocas semanas, millones estarán llamados a votar ante una lista de nombres que nada les dicen para ocupar puestos cuya naturaleza y funciones desconocen en un inane ejercicio de vanidad que nada tiene de democrático y que, con medidas como la ampliación de la prisión preventiva oficiosa o los jueces sin rostro, se aproxima a lo hecho por Bukele o lo deseado por Trump. Pocos lo harán y solo un puñado sabrán en verdad por qué y por quién votan.
El resultado será un Poder Judicial más propicio a la manipulación política, la corrupción y las amenazas o chantajes del crimen organizado. Enceguecido, México se encamina a ser un país aún más inequitativo, en el que los poderosos seguirán impunes y los desfavorecidos serán todavía más vulnerables. Un país en el que, en nombre de los pobres, más pobres acabarán injustamente en la cárcel.