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Recuerdos de una vida olvidable

Una columna para todo público

MANUEL RIVERA

Entre las perversiones que siempre creí estaban fuera de mi catálogo (del que no cito las que en mí abundan), figura el masoquismo o el placer por el sufrimiento.

Sin embargo, insisto en leer, escuchar y ver noticias, lo que este día, muy a mi pesar, contradice esa creencia y enriquece el portafolio personal que demanda la mayor discreción.

Lo siento si estoy creando falsas expectativas, pero de una vez aclaro que esta columna será para niños y adultos.

Mal escrita su base hace tiempo, su origen está en la percepción de la política nacional y mundial que me deja la afición de saturar mi limitada mente con noticias. Trataré de explicarme, aunque no prometo nada.

"Pásenle, pásenle, ya terminamos… y de una vez les platicamos lo que acabamos de acordar", nos dijo el jefe del Ejecutivo de una entidad del centro-norte del país, cuyos habitantes vivían el eterno ciclo de la esperanza de cambio al inicio de cada sexenio y la correspondiente decepción al finalizar este.

Aunque aún estaba terminando otra reunión, el mandatario pedía al coordinador de Comunicación Social y al de la pluma que ingresáramos a la sala de juntas de la Casa de Gobierno, donde nos había citado dada la proximidad del informe constitucional.

Una vez dentro saludamos a nuestra antítesis: la dupla formada por el jefe de la Oficina de la Gubernatura y el Coordinador de Estrategia, quienes sabían transitar sobre lo pavimentado, es decir, conocían cómo evitar cualquier polémica con el gobernador, puesto que no tenían problema alguno para asentir que era negra la pared blanca, si así lo decía el jefe.

"A ver, ya que están aquí platíquenles lo qué decidimos para mañana…", indicó el mandatario a los dos funcionarios que gustaban nadar a favor de la corriente.

Sin esperar una segunda indicación, informaron a quienes acabábamos de llegar que el gobernador no asistiría a las honras fúnebres de quien dirigía uno de los periódicos de mayor circulación estatal, periodista que en sus columnas cuestionaba un día y otro también al jefe del Ejecutivo.

El tema no era nuevo. Meses antes, en plena campaña, un grupo de colaboradores debimos trasladarnos urgentemente al sitio del primer evento del día, para hablar con quien en ese momento era candidato, pues nos habíamos enterado de su intención para encarar a un periodista que publicaba severas críticas contra una de sus hermanas.

En esa ocasión el asunto se resolvió más o menos pronto cuando llegamos a una conclusión: tu molestia es totalmente justificada, mas ¿qué prefieres: desahogar tu enojo o ganar las elecciones?

Pero en este nuevo caso no sería tan fácil convencerlo, máxime siendo ya gobernador.

Al par que recientemente había llegado preguntaron si como representante de la entidad el gobernador debía asistir a las honras fúnebres del acre crítico. El finado representaba tanto a un gremio de influencia en la carrera del gobernador, como la oportunidad de demostrar congruencia con los valores que predicaba.

"¡Cómo voy a ir si ese tipo no hacía otra cosa más que criticar a mí y mi familia!", respondió enfático cuando le respondimos que debería asistir.

La réplica fue rápida:

El hombre se enoja, el Estado, no. La naturaleza del individuo humano lo hace susceptible a las emociones y al impulso de desahogarlas; la del segundo es la propia de un ente inmaterial que da estructura a la vida colectiva, regida por normas no por sentires.

Como quizá también me sucedió, él tampoco entendió lo anterior, por lo que debimos parafrasearlo con respeto, pero contundencia: el ser humano puede enojarse, pero el Estado es incapaz de hacerlo… "¡y tú eres parte de este último!".

El ser humano requiere de la templanza para evitar ser juego de sus emociones, postulamos.

El Estado, que puede representar, no ser, una persona, refiere a un conjunto de instituciones y relaciones sujetas a normas jurídicas, que aun sin estar exentas plenamente de interpretación son de aplicación colectiva, abundamos, pero no continuamos.

Tal vez para evitar que se prolongara una lección no pedida o porque tenía otra cosa que hacer, el mandatario autorizó que fuera modificada su agenda del día siguiente, ya que siempre sí asistiría al funeral del periodista.

El pasado es maestro del presente.

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