
Un nuevo sucesor de Pedro
Justo en la fiesta de la aparición de San Miguel Arcángel al papa León XIII, después de que se convocara a cónclave tras la muerte del papa Francisco y de una primera fumarola que indicaba que no se logró elegir al nuevo vicario de Cristo, nadie habría imaginado que la designación del Colegio Apostólico —formado por 230 cardenales de todo el mundo— terminaría por elegir al cardenal estadounidense Robert Francis Prevost Martínez como el sucesor 267 de San Pedro, quien en breve asumió el pontificado tomando el nombre de León XIV.
De padre franco-italiano y madre española, nacido en Chicago, Illinois —aunque también con nacionalidad peruana— y perteneciente a la Orden de San Agustín, destacó no sólo como pastor en la Diócesis de Chiclayo en el Perú, sino también como misionero entre los indígenas y los marginados de aquel país donde fue ascendido de obispo a cardenal por el papa Francisco, pasando a ocupar primero la Prefectura del Dicasterio y después la presidencia de la Pontificia Comisión para América Latina por parte de la Santa Sede.
Históricamente hablando, el primer sucesor de Pedro en tomar el nombre del actual fue nada menos que el papa León Magno, quien en su momento tuvo a bien ser el único valiente que saliera al encuentro de Atila, rey de los hunos y llamado “Azote de Dios”. Tras una charla con el guerrero, el pontífice logró que aquel a quien se reputaba y temía en el mundo antiguo como bárbaro y destructor se retirara en paz y no atacara Roma.
Por otra parte, el último vicario de Cristo en asumir este nombre fue el papa León XIII en el siglo XIX, quien destacó en su pontificado por defender los derechos humanos y de los trabajadores —condenando al socialismo falaz tanto como al capitalismo rapaz desde sus encíclicas—, al igual que por ser el autor del célebre “Exorcismo de San Miguel Arcángel” en sus versiones breve y extendida, cuya recitación hizo obligatoria al final de cada misa.
Curiosamente, las primeras palabras de León XIV como siervo de los siervos de Dios —otro título con el que se reconoce a los sucesores de San Pedro— fueron emblemáticas, pues se trató de nada menos que el saludo que Cristo resucitado diera a sus apóstoles una vez que todos se hallaron reunidos y escondidos, por miedo a los judíos, bajo un mismo techo: “La paz sea con ustedes”.
Haciendo este particular llamado a la paz de Cristo desde el balcón y ante la multitud formada por hombres y mujeres de todo el mundo —donde destacó, para sorpresa de algunos medios, la presencia de miles de jóvenes provenientes de los cinco continentes—, su saludo se extendió en un discurso de esperanza ante un panorama global en el que la guerra criminal y fratricida oscurece nuestros días lo mismo en Siria, Palestina, Ucrania y África.
Sus palabras fueron: “El mal no prevalecerá, todos estamos en las manos de Dios… seamos discípulos de Cristo. Él nos precede y el mundo necesita de luz. La humanidad necesita de Él como puente para ser alcanzado por Dios con su amor”, con tono tranquilizante pero no menos combativo, quizá como no se escuchaba desde la boca de un grande como Pío XII durante la barbarie de la Segunda Guerra Mundial.
Que el humo blanco de la elección papal salga desde Roma, pero que venga soplando dos veces seguidas desde el continente americano —tanto en el caso de Francisco como en el de León XIV— y de sur a norte, bien puede interpretarse como un muy singular augurio para muchos, lo mismo que como signo de los tiempos desde el corolario de la teología; esto es, como un mensaje esperanzador: en un mundo dividido por polarizaciones ideológicas, lleno de fracturas y de heridas tan profundas como dolientes, desde la barca de San Pedro hay siempre un lugar para todos los que como hijos pródigos buscamos la vuelta simbólica y literal a la casa de un Padre amoroso, en medio de las tormentas.