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Tiro en el pie

LUIS RUBIO

En los días aciagos del comienzo de 1995, cuando luego de una aguda devaluación la economía mexicana se estremecía por la incertidumbre derivada de un instrumento de deuda emitido por el gobierno mexicano denominado en dólares, los líderes financieros y políticos del mundo debatían qué había ocurrido en México. Tan solo unos meses antes, México había logrado un hito que lo diferenciaba del resto del mundo: acceso privilegiado al mercado norteamericano e instituciones estadounidenses que servirían para conferirles certidumbre a los propios mexicanos y a quienes decidieran invertir en el país. Todo indicaba que México finalmente rompería con las ataduras del subdesarrollo para incorporarse al mundo civilizado.

Sin embargo, la crisis financiera que explotó a finales de 1994 consumía al país, destruía patrimonios, dejaba en la pobreza a millones de mexicanos que habían adquirido créditos para lograr el sueño de una casa propia y, en general, ponía en duda todo el proyecto modernizador. En una palabra, México estaba a la deriva. ¿Cómo pudo haber ocurrido algo así?

La explicación no era difícil. Como lo planteó de manera sucinta y clara un observador en aquella época, México había comprado el hardware de la economía de mercado y de la democracia, pero no el software que los hiciera funcionar. El gobierno mexicano había hecho su tarea de manera estructurada y coherente a lo largo de la segunda mitad de los ochenta y primera de los noventa, construyendo los cimientos de una nueva plataforma económica para el crecimiento y la había coronado con el TLC (NAFTA). Todo sugería que el país estaba en el umbral de una nueva etapa de su historia.

Pero el año fatídico de 1994 inició con el levantamiento zapatista y prosiguió con asesinatos políticos, secuestros, renuncias de funcionarios y apuestas financieras cada vez más riesgosas. En lugar de comenzar a disfrutar los beneficios de todo aquel esfuerzo de transformación interna (liberalización económica, desregulación, privatización de empresas, etcétera), el país parecía entrar en una vorágine de crisis e incertidumbre que anticipaba, en retrospectiva, el escenario que se materializó al inicio de 1995, con las consecuencias políticas de largo aliento que hoy vivimos y padecemos.

En su libro Civilización, Niall Ferguson argumenta que el problema de China es que no ha querido descargar las "apps" que serían necesarias para asegurar continuidad en su desarrollo económico, apps que permitirían competencia política, tensión entre las instituciones que deben funcionar como contrapesos, así como organizaciones sociales y partidos políticos independientes, todo lo cual constituye la esencia del Estado de derecho, pues no se puede, en sus palabras, tener Estado de derecho sin rendición de cuentas a través de un Poder Judicial independiente. O sea, con un mundo de impunidad.

La similitud de este argumento con el México de hoy es más que evidente. En contraste con un amplio número de naciones no occidentales que optaron por transformarse en el último siglo, comenzando por Japón después de la segunda guerra, México de facto decidió no sumarse a la civilización occidental. Se puede debatir si ésta fue una decisión consciente y formal y, sobre todo, colectiva, pero el hecho es que México no adquirió esas "apps" (el software) de la legalidad y la democracia. Compramos las formas (el hardware) pero nunca aceptamos, como colectividad, los requerimientos para que eso pudiera funcionar.

Desde esta perspectiva, la reforma judicial no es más que el más reciente clavo que se le adiciona al féretro de la democracia y la modernidad a las que, al menos desde los albores del siglo XX, México estuvo aspirando. No adoptar esas ideas e instituciones de manera cabal y consciente, argumentaría Ferguson, explica las bajas tasas de crecimiento que experimenta nuestra economía, la pobreza del sistema educativo y de salud, la violencia y tantas otras lacras que nos caracterizan.

También explica el conflicto creciente con Estados Unidos. Para México, el TLC fue visto como el fin de una época: México había hecho su tarea, había creado un conjunto de estructuras e instituciones (y otras vendrían pronto) que constituían la base para un futuro promisorio que, con el TLC, se haría realidad. Sin embargo, los americanos vieron al tratado como la gran oportunidad que le estaban granjeando a México para que se transformara y pasara a ser una nación moderna y exitosa en el siglo XXI. Para ellos, NAFTA era el comienzo de una transformación. Esa diferencia entre principio y fin, entre hardware y software, es el origen de los diferendos que crecieron e hicieron explosión al ser expuestos (pero no inventados) por Trump. Ahí yacen los asuntos de drogas, inseguridad, migración, tráfico de personas, etcétera, etcétera.

Por algunos años, México pretendió que avanzaba hacia la civilización porque fue construyendo instituciones para la democracia y la legalidad. Sin embargo, a estas alturas es más que evidente que se trataba de parches y no de un proyecto sólido y consensuado que gozara de reconocimiento popular. Morena no está más que siguiendo los instintos monopólicos del viejo México, ese que arrojó pobreza, tiranía y poder absoluto. Ahí donde sí convergen el hardware y el software.

ÁTICO

México va en la única dirección posible porque lleva años sin empatar requerimientos de una economía moderna y un sistema democrático.

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