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Tejedoras

Que no encontremos huellas no significa que las mujeres no hayan tenido un papel protagónico en la historia de las palabras, la literatura y los libros. Es más, es posible que hayan sido las primeras narradoras.

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CECILIA LAVALLE

Yo no sé tejer. Para la pena de un número impreciso de maestras, nunca me gustó. No obstante, ahora me doy cuenta de que soy una tejedora.

Mi abuela Graciela tejía con singular alegría y destreza. Tejía con agujas y con gancho; con estambre, con hilo y con macramé. Tejía suéteres, chalecos, bufandas, carpetitas, botitas rojas para el árbol de Navidad, mantillas. Tejía mientras veía televisión, o mientras conversábamos. Pero yo ni por error.

Eso representó una decepción. No para mi abuela, sino para las monjas de las escuelas en las que cursé primaria y secundaria.

Vaya que pusieron dedicación en convertirme en una mujer hecha y derecha (que en su idioma significaba que yo mostrara infinita devoción por coser, tejer y obedecer). Fracaso absoluto.

Pero ahora me doy cuenta de que a mi modo sí aprendí a tejer. Y me enteré por Irene Vallejo. Ella es una filóloga española, experta en las culturas griega y romana de la Antigüedad, a quien conocí a través de su maravilloso libro El infinito en un junco.

Este poderoso ensayo, bellamente escrito, tiene un par de capítulos dedicados a contar lo que ha encontrado respecto a las mujeres que escribieron distintas obras en distintos géneros, aunque la escritura estuviera prohibida para ellas.

Le ha resultado apasionante, afirma, seguir las huellas de las mujeres en la historia de las palabras escritas, de los libros, de la literatura.

Así, ha encontrado que el primer autor del mundo que firma un texto con su propio nombre es una mujer: Enheduanna. Esta poeta y sacerdotisa escribió 1500 años antes que el famoso Homero. Su conjunto de himnos tiene ecos que “resuenan todavía en los Salmos de la Biblia”.

Cuando se recuperaron algunos de sus versos, apenas en el siglo XX, los estudiosos la apodaron “la Shakespeare de la literatura sumeria”.

Sin embargo, el hallazgo de estos textos es excepcional. La mayoría de lo escrito por mujeres de la Antigüedad se ha perdido. Apenas han encontrado fragmentos rotos. Los más completos sobrevivieron porque usaron seudónimos masculinos. El resto son “el rastro de sus huellas borradas”, escribe Irene, a través del cual “tanteamos un paisaje de sombras donde ya solo es posible conversar con los ecos”.

Sin embargo, que no encontremos huellas no significa que las mujeres no hayan tenido un papel protagónico en la historia de las palabras, la literatura y los libros. Es más, ella cree que es posible que hayan sido las primeras narradoras.

Llama la atención, dice, que haya tantos términos en común entre los textos y los textiles: la trama del relato, el nudo del argumento, el hilo de una historia, el desenlace de la narración, devanarse los sesos, bordar un discurso, hilar fino, urdir una intriga.

Y en este “punto” es que me entero de que, para orgullo de mi abuela, en realidad de alguna manera tejo. Porque me identifico con lo que bellamente escribió Irene Vallejo: “Escribo porque no sé coser ni hacer punto; nunca aprendí a bordar, pero me fascina la delicada urdimbre de las palabras. Me siento heredera de esas mujeres que desde siempre han tejido historias. . Escribo para que no se rompa el viejo hilo de voz”.

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