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Reportaje

Rosario Castellanos: apuntes para un centenario de vívida luz

Fue una mujer adelantada a su época. La libertad femenina y la explotación de las comunidades indígenas estuvieron siempre como eje principal de sus pensamientos y trabajo literario.

Ilustración: Joss Díaz

Ilustración: Joss Díaz

SOFÍA GAMÓN

“Pero si es necesaria una definición / para el papel de identidad, apunte / que soy mujer de buenas intenciones / que he pavimentado / un camino directo y fácil al infierno.”, escribe Rosario Castellanos en su poema “Pasaporte”. En él dice no ser una mujer de ideas, mucho menos de acción; en él ironiza sobre el deber ser de la mujer, lejano al querer ser: vivir lejos de la carga sobre sus hombros. 

Rosario Castellanos fue muchas cosas: pensadora, crítica, escritora, catedrática, diplomática, defensora, observadora, mexicana, madre y esposa. Incursionó en más de un género: ensayo, narrativa, dramaturgia, periodismo, poesía. Desde ellos, encontró una vía para reclamar las vivencias, sentires, dolencias y gritos de justicia de los grupos que percibía —y eran— minimizados bajo el yugo de la estructura social de la época en la que vivió. Escribió sobre un territorio en el cual ponderaba la sed de poder, el machismo y racismo: el México de antes, el antiguo… o tal vez el de ahora, el que parece no tener camino recorrido. 

La ensayista nació en Ciudad de México el 25 de mayo de 1925. Al poco tiempo, viajó con sus padres a Comitán, Chiapas, donde vivió su infancia y adolescencia. Su padre, César Castellanos, se dedicaba a la plantación de café y los negocios relacionados con el ingenio azucarero; su madre, Adriana Figueroa, era la encargada del hogar familiar. 

Sus primeros años de vida —vitales para el desarrollo del ser humano— estuvieron influenciados por las figuras cercanas que regían su día a día: Rufina, su nana indígena (perteneciente a los tzeltales), y María Escandón, su “cargadora”. Como lo explicó Castellanos en su artículo Herlinda se va (1973), una práctica común era que las hijas e hijos de los patrones contaran con la presencia de un infante indígena, para pasar sus tardes rodeados de los “juguetes que no eran muchos y que eran demasiado ingenuos”. 

“Pero, a veces también, era un mero objeto en que el otro descargaba sus humores: la energía inagotable de la infancia, el aburrimiento, la cólera, el celo amargo de la posesión. Yo no creo haber sido excepcionalmente caprichosa, arbitraria y cruel. Pero ninguno me había enseñado a respetar más que a mis iguales y, desde luego mucho más a mis mayores”. 

Tales relaciones se convirtieron en base fundamental que moldeó su pensamiento y línea discursiva. Sus obras están plagadas de la ironía y burla ante las ideas preconcebidas sobre las mujeres, y de la crítica ante la caricaturización y visión exótica de los indígenas, de lo cual ella pretendió alejar el paternalismo con el que eran percibidos. 

Rosario Castellanos en su infancia. Foto: Archivo Gabriel Guerra Castellanos
Rosario Castellanos en su infancia. Foto: Archivo Gabriel Guerra Castellanos

La trayectoria de la mexicana es extensa. Estudió Filosofía y Letras en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), aunque primero se había inscrito en la Facultad de Derecho; se graduó como maestra en Filosofía en la misma institución educativa con su tesis Sobre cultura femenina. Gracias a una beca del Instituto de Cultura Hispánica cursó estudios de posgrado sobre estética, filosofía y estilística en la Universidad de Madrid. 

Fue jefa de Información y Prensa de la UNAM, promotora cultural en el Instituto de Ciencias y Artes en Tuxtla Gutiérrez; directora y fundadora de Teatro Guiñol en el Centro Coordinador TzeltalTzotzil; sus artículos, crónicas y ensayos fueron publicados en diversos periódicos y revistas, como el diario mexicano Excélsior, donde fue columnista durante años. Impartió clases en la UNAM, en la Universidad de Wisconsin, en la Universidad Estatal de Colorado, en la Universidad de Indiana y en la Universidad Hebrea de Jerusalén. 

De este último punto, Aurora Ocampo, investigadora y académica mexicana, expresó lo siguiente en su artículo La maestra Rosario Castellanos: “quien no había tenido a Rosario como maestra, no la había conocido realmente. ¿Por qué? Porque tal vez, en esos momentos, frente a sus alumnos, dando su clase, era como Rosario se expresaba mejor. Se daba toda entera, lo que hacía que esperáramos siempre con gran ilusión el día y la hora en que nos tocaba alguna de sus cátedras.” 

LA ESCRITORA 

A cien años de su natalicio, para leer a Castellanos basta con querer hacerlo, con tener el deseo de adentrarse en un mundo —y mundos— cargado de nostalgia, soledad, entereza e ironía. Escribía para el otro, para los demás, para ella, en un intento de comprender la realidad que la rodeaba, el agobio que sentía por las injusticias que proclamaba como suyas y plasmaba en papel en un intento de buscar soluciones ante las problemáticas que no eran pronunciadas en voz alta. 

Hablaba directo y entre líneas, era sutil y mordaz. Consciente de su privilegio —mujer blanca y estudiada—, arrojaba verdades a diestra y siniestra: temas como el machismo, la explotación de las comunidades indígenas, las estructuras sociales basadas en el patriarcado fueron siempre ejes de su basto recorrido literario. 

Escribió sobre la romantización de la maternidad (“Como todos los huéspedes mi hijo me estorbaba / ocupando un lugar que era mi lugar, / existiendo a deshora”, “Se habla de Gabriel”, Castellanos, 1972), la creación del yo, el papel de la mujer, la vida en pareja, los abusos de poder; leerla es la paz de saberse acompañada y la mirada atemorizada ante un futuro que parece no tener enmienda. 

La escritora con su hijo Gabriel Guerra Castellanos. Foto: wikitree.com
La escritora con su hijo Gabriel Guerra Castellanos. Foto: wikitree.com

Expuso las heridas de un país que en ocasiones le era ajeno, violento y sanguinario. “Lo que busco cuando escribo es descubrir cosas… ¿Por qué vivimos? ¿Por qué vivimos de determinada manera? ¿Cómo podemos realizarnos?”, explicó en una entrevista elaborada por Emmanuel Carballo para el libro Protagonistas de la literatura mexicana (1986). 

Pretendía no solamente entender el territorio físico que habitaba sino el propio: sus dolencias, sentires y añoranzas. Encontrar un espacio donde sus propias búsquedas fueran escuchadas: ¿quién era?, ¿cuántas Rosarios podían existir en una sola?, ¿cómo amaba?, ¿cómo imaginaba el futuro? 

¿Acaso no es ese el resultado del enfrentamiento entre la hoja en blanco y quien escribe? Convertir algo efímero en un pequeño trozo de eternidad; aterrizar aquello que, si no fuera de esa manera, quedaría varado en la fragilidad de la memoria humana. En su ensayo Notas para una antología imaginaria plasmó: “La poesía verdadera, la que conserva su vigencia al través del tiempo y continúa despertando resonancias en generaciones diferentes y distantes de aquellas que la crearon, no es producto de un capricho ni de un juego. Al contrario, responde a la necesidad humana más profunda de comprenderse y comprender al mundo, de interpretarlo y expresarlo.” 

Rosario es (¿fue?) una escritora sensible, más no sentimental. Conocía el dolor —la pérdida de su hija, sus abortos, el desamor— y lo empleaba como mecanismo de comprensión y atestiguación del pasar del tiempo; la crudeza, contradicción y ambigüedad del vivir. Como lo aseguró en “Lamentación de Dido” (1957): “Ah, sería preferible morir. Pero yo sé que para mí no hay muerte. / Porque el dolor —¿y qué otra cosa soy más que dolor?— me ha hecho eterna.” 

Comenzó a escribir poesía a los 15 años. A Carballo le confesó que, tras convencerse que ningún otro camino era válido para sobrevivir, la poesía llegó a ella como manera de conseguir su objetivo: lo único que le interesaba era la supervivencia; “las palabras poéticas constituyen el único modo de alcanzar lo permanente en este mundo”. 

A través de sus vivencias personales, de su percepción del contexto social, económico y político que la rodeaba construyó una voz que nombraba aquello que todos parecían querer mantener en silencio, y al nombrarlo, le daba vida. 

En “Autorretrato” (1972) se define como una señora, afirmando que ese nombramiento tiene mayor relevancia y utilidad que cualquier título académico; su lugar dentro de la sociedad se rige con mayor fervor mediante su estatus personal que tomando en cuenta cualquier logro obtenido más allá de la casa limpia y la comida recién hecha. 

Se graduó como maestra en Filosofía en la UNAM con su tesis 'Sobre cultura femenina'. Foto: UNAM
Se graduó como maestra en Filosofía en la UNAM con su tesis "Sobre cultura femenina". Foto: UNAM

“Gorda o flaca / según las posiciones de los astros, / los ciclos glandulares / y otros fenómenos que no comprendo”, continúa explicando. Afirma ser mediocre, lo que la exime de enemigos y, también, le permite contar con la amistad del tipo de hombre que bebe whisky y habla sobre política y literatura. 

A ella, en cambio, la juzgan dependiendo el maquillaje que use, y el color de su cabello; no le interesa escuchar música, ni sentirse una con la naturaleza, ni pasar sus tardes recorriendo exposiciones o sentada en la butaca de algún teatro: solamente quiere escribir, leer, “y, si apago la luz, pensando un rato / en musarañas y otros menesteres.” 

La escritura de Rosario está repleta de porqués: ¿por qué debo cumplir con este papel impuesto?, ¿por qué piensan en nuestros iguales como seres a los que debemos salvar?, ¿por qué mi voz tiene menor repercusión que la voz de él?, ¿por qué no puedo ser yo, y tengo que ser siempre algo más, otra más perfecta, pasiva y callada?, ¿por qué el amor es así? 

ANTE LAS INJUSTICIAS 

La catedrática enfrentó a una sociedad que quería asentar los cimientos de la postrevolución y el “Milagro Mexicano” sobre los derechos de las mujeres y los indígenas, como lo aseveró en la mayoría de sus escritos. Ante el avance económico y tecnológico en México, resultó casi natural que cada vez más mujeres se incorporaran a la esfera de actividad, lo que trajo consigo la otra cara de la moneda: el aumento de la violencia doméstica y laboral. 

En el artículo Las mujeres en el mundo laboral mexicano se expone que durante los años cincuenta y al comienzo de la masificación del uso de los electrodomésticos y de los supermercados —lo que disminuyó el tiempo en las labores del hogar— el porcentaje de las mujeres trabajadoras era del 13.1 por ciento  incrementando al 18.2 por ciento durante los sesenta, aunque hubo una disminución durante los setenta, llegando al 17.6 por ciento de mujeres laborando. 

Sin embargo, junto al nuevo flujo económico y la sensación de estabilidad, los sectores más vulnerables se vieron gravemente afectados. La maestra María Antonieta Ilhui Pacheco Chávez, profesorainvestigadora de UAM Iztapalapa, realizó una investigación acerca del papel de las mujeres durante el Milagro Mexicano, afirmando que durante ese tiempo aún se vivían prejuicios de raza, género y clase, afectando a las mujeres pero principalmente a las mujeres del campo. 

“No cobraba el mismo significado ser una mujer educada que una mujer ignorante: su raza, su educación, sus antecedentes históricos basados en la religión fueron y seguían siendo considerados como un peligro para la nación”, expone. 

La investigación permitió establecer que las mujeres padecieron múltiples formas de violencia: económica, sexual, doméstica, física, psicológica. Además, gracias a una serie de entrevistas realizadas a mujeres que vivieron en dicha época, también se concluyó que existió tráfico, explotación y venta de niñas del campo para diversas actividades laborales, del hogar y de prostitución. 

Para Rosario nada de eso era nuevo. Ni la violencia producto del machismo y el sexismo, ni el paternalismo a la par de la exclusión social y económica que vivían los indígenas, ni la posición de poder de los sectores ricos y estudiados del país. Ya lo mencionaba en Herlinda se va, donde narró la relación que tuvo con María Escandón, su cargadora, y con Herlinda Bolaños, quien trabajó para ella durante su paso por Israel, lugar donde murió en 1974 producto de un accidente doméstico. 

“Yo he tenido hasta ahora dos largas servidumbres. Y uso la palabra con la plena deliberación de su ambivalencia. […] El día en que, de una manera fulminante, se me reveló que esa cosa de la que yo hacía uso era una persona, tomé una decisión instantánea: pedir perdón a quien había yo ofendido. Y otra para el resto de la vida: no aprovechar mi posición de privilegio para humillar a otro.” 

La cercanía que sentía Castellanos hacia la causa indígena fue influenciada no únicamente por su relación con su nana o con Escandón, sino también por su trabajo como promotora cultural en Chiapas: tales vivencias le permitieron construir una postura crítica ante el indigenismo, el cual pretendía ser un movimiento de reivindicación social, artística y política contra la explotación mediante un tono de propuesta, según describieron intelectuales como María Luisa Gil. 

Usando su voz, transformada en signos y símbolos, publicó a lo largo de los años una trilogía que abarcó dicho tópico: Balún Canán (1957), Ciudad Real (1960) y Oficio de tinieblas (1962). El primero la haría merecedora del Premio Chiapas 1958, el segundo del Premio Xavier Villaurrutia en 1961, y por el tercero obtuvo el Premio Sor Juana Inés de la Cruz. 

Máquina de escribir de Rosario Castellanos exhibida en el Centro Cultural Rosario Castellanos, en Chiapas. Imagen: visitchiapas.com
Máquina de escribir de Rosario Castellanos exhibida en el Centro Cultural Rosario Castellanos, en Chiapas. Imagen: visitchiapas.com

Balún Canán, su primera novela, está ambientada en Comitán, Chiapas. Mediante la narración de una pequeña de siete años (sin nombre), conocemos los enfrentamientos entre indígenas y terratenientes ocasionados por la implementación de las leyes de reforma agraria. En él, la diplomática hace eco de la doble invisibilización de las mujeres indígenas: tanto por su género como por su origen. 

En Ciudad Real, su primer libro de cuentos, ambienta los diez relatos que lo conforman en lo que alguna vez fue San Cristóbal de Las Casas, la capital chiapaneca. Explora la tensa relación entre indígenas y ladinos: prejuicios, injusticias, aberraciones, opresión. Sus personajes son también las mujeres indígenas, las empleadas domésticas, las figuras marginalizadas; continúa trabajando con el silencio al que son sometidas las mujeres y como éste se convierte en su manera de afrontar al mundo. 

De Oficio de Tinieblas dijo: “Escogí este nombre porque el momento culminante de la novela es aquel en que un indígena es crucificado, en un viernes santo también, para convertirse en el Cristo de su pueblo. Y porque además la palabra tinieblas corresponde muy bien al momento por el que atraviesan tanto los indios como los ‘blancos’ que los explotan, en Chiapas”. Está basado en el levantamiento de los indios chamulas, en San Cristóbal, durante 1867. 

Rosario Castellanos fue muchas cosas: la semilla que germina, la saliva que cura la herida abierta, el susurro cargado de anhelo, el duelo ante lo que nunca se poseyó. Sincera hasta la médula, dispuesta a recibir de frente y sin titubear la incomodidad que provocaban sus piensos. Cuestionaba todo: el abuso de poder, la violencia contra los estudiantes, la clara lejanía entre los estratos sociales, la riqueza en manos de unos cuantos. 

En “El pobre”, poema incluido en el poemario Lívida Luz (1960), describe la diferencia abismal entre quien tiene el garrote y quien recibe el golpe: el primero, usa su fuerza para mantener la pasividad del que no ha de levantarse nunca, le enseña piruetas divertidas más no exigir, sino a callar, a mantenerse ahí, estático, “y lo premia con una palmada sobre el lomo”; el segundo, recibe migajas del lenguaje que habla, es superviviente de la catástrofe —o de muchas—, del intento del otro por silenciarlo, por hacerlo borrón en su propia historia. 

“Nadie, aunque algunos juren en el templo, en la esquina, / desde la silla del poder o sobre / el estrado del juez, nadie es igual / al pobre ni es hermano de los pobres. / Hay distancia. Hay la misma extrañeza interrogante / que ante lo mineral.”, rasgueó. 

Foto: Secretaría de Cultura
Foto: Secretaría de Cultura

Parece que poco ha cambiado. Según el Informe de Movilidad Social 2019, realizado por el Centro de Estudios Espinosa Yglesias (CEEY), 74 de cada 100 mexicanos que nacen en el estrato social más bajo no logran superar la condición de pobreza, siendo el sur en donde menor posibilidad de avance existe: 67 de cada 100 mexicanos originarios de dicha región no logran adelantar posición en la escalera social, mientras que en el norte y norte occidental, la cifra ronda alrededor de 25 de cada 100. 

El mismo informe muestra que, en cuestión de género, las mujeres tienen menor probabilidad de salir de la pobreza que los hombres, 75 de cada 100 mujeres se mantendrán en el mismo estrato, contra la cifra de 71 de cada 100 hombres. Recuerda a “Destino” (1960), donde la autora expresó: 

“Y no basta la tierra / para los cuerpos juntos / y la ración de la esperanza es poca / y el dolor no se puede compartir. / El hombre es animal de soledades, / ciervo con una flecha en el ijar / que huye y se desangra.” 

Había situaciones a las que se sentía extrañamente ajena, como quien ve el día a día detrás de un espejo empañado, sin la posibilidad —o el deseo— de limpiarlo para observar con claridad lo distorsionado. Más allá de la soledad, el vacío que viene ante la lucha sin descanso, ante el despojo de los derechos, ante la burla de quien dictamina los veredictos; la frivolidad del otro la agitaba, la hacía plantearse la razón detrás de la manera en que el mundo se movía; asqueada, también, por los modos en que el país donde vivía obtenía sangre para latir, pero ¿qué queda cuando todo es construido sobre un castillo de naipes? 

En “Agonía fuera del muro” (1960) narró: “Hay ceguera y el hambre los alumbra / y la necesidad, más dura que metales”. Castellanos vivió justo en la revolución que implicó el desarrollo de la tecnología, la nueva maquinaria que aliviaba, pero a su vez, seguía provocando heridas profundas. Más adelante puntualizó, “No te acerques a mí, hombre que haces el mundo, / déjame, no es preciso que me mates. / Yo soy de los que mueren solos, de los que mueren/ de algo peor que la vergüenza. / Yo muero de mirarte y no entender.”

NI CALLADAS NI SUMISAS 

En Miradas feministas sobre las mexicanas del siglo XX, Marta Lamas, antropóloga mexicana, analizó el papel de la mujer dentro del espectro social. La mujer mexicana debía ser femenina, madre abnegada, vivir bajo el silencio y la nula exigencia; su cotidianidad debía estar regida bajo el modelo simbólico de la Virgen de Guadalupe, ser calladas pero atentas, serviciales pero distantes, que no se malinterprete como un intento de seducción; devotas y dispuestas a recibir con una sonrisa cualquier migaja que le sea ofrecida; siempre para el otro, para el otro, para el otro. 

Rosario Castellanos y Ricardo Guerra con sus hijos: Ricardo, Gabriel y Juan Pablo Guerra. Foto: Ricardo Salazar Ahumada
Rosario Castellanos y Ricardo Guerra con sus hijos: Ricardo, Gabriel y Juan Pablo Guerra. Foto: Ricardo Salazar Ahumada

Podían votar, más no salir solas —porque atentaba contra la moralidad— ni quejarse, ni tomar decisiones que no fueran respaldadas por su figura de autoridad: su esposo o padre. El artículo El catolicismo social mexicano en los albores del siglo XX, de Leticia Ruano, expone que el movimiento y pensamiento católico exigían un salario completo que permitiera solventar las necesidades familiares. Dicho salario debía ser recibido por el jefe de familia, lo que influenciaba de manera directa en la permanencia de las mujeres en el hogar. 

Asimismo, Lourdes Arizpe, antropóloga social mexicana e historiadora, en su libro La mujer en el desarrollo de México y de América Latina, describió las dificultades que enfrentaban las mujeres para poder ser partícipes de la vida social y económica. No solamente era lidiar con querer hacerse un espacio en las calles, en los partidos y el sindicato, sino también con “todas las informantes describen su batallar cotidiano para lograr que sus maridos les permitan una participación pública”. 

La lucha estaba en todos lados: en la casa, territorio de complacencias; en la calle, lugar no apto para la armonía; entre las dualidades: trabajadora y madre, ciudadana y esposa. Las reglas eran siempre impuestas, no había espacio para el reclamo ni la búsqueda de algo más. Tenían que cumplir con todos sus deberes, mientras eran violentadas y aprisionadas por quien, en cualquier momento, podía cambiar las reglas del juego. 

“Me enseñaron las cosas equivocadamente / los que enseñan las cosas: / los padres, el maestro, el sacerdote, / pues me dijeron: tienes que ser buena” (“Lecciones de cosas”, Castellanos, 1972), “He aquí la regla de oro, el secreto del orden: / tener un sitio para cada cosa / y tener / cada cosa en su sitio. Así arreglé mi casa” (“Economía doméstica”, Castellanos, 1972), “Mi nombre, que no abrevio por ninguna razón, / es, a pesar de todo, tan pequeño / como una anguila huidiza y se me pierde / entre las líneas ágata que si hablaban de mí / no recurrían más que al adjetivo neutro / tras el que se ocultaba mi persona, mi libro, / mi última conferencia” (“Narciso 70”, Castellanos, 1972). 

Siempre dando: el cuerpo, las entrañas, el amor a manos llenas, el silencio ante los golpes, el suspiro ante la mirada de incredulidad al verte llegar; la ropa limpia, el baño resplandeciente, el menú de la semana, las lecturas a los niños, las noches al marido. 

En “Lección de cocina”, uno de los cuatro cuentos que conforman su libro Álbum de familia, publicado por el Fondo de Cultura Económica (FCE) en 1971, la poeta ofrece una clara burla al papel de la mujer como ama y señora de casa. A través del soliloquio de una profesionista recién casada, vislumbramos qué sucedía dentro de los hogares mexicanos al contraer nupcias. 

Tumba de Rosario Castellanos en el Panteón de Dolores en Ciudad de México. Foto: Wikimedia/ Thelmadatter
Tumba de Rosario Castellanos en el Panteón de Dolores en Ciudad de México. Foto: Wikimedia/ Thelmadatter

“Mi lugar está aquí [en la cocina]. Desde el principio de los tiempos ha estado aquí”. Ante su nuevo estatus social, la protagonista nos adentra en el temor de saberse una continuación de un cuerpo que no es el suyo, y de un pensamiento que nunca podrá ver la luz: “porque perdí mi antiguo nombre y aún no me acostumbro al nuevo, que tampoco es mío”. 

De una jaula, pasó a otra: la del trabajo no renumerado y los trastes sin fin. El panorama actual resulta similar al vivido por Castellanos. Los resultados del estudio La participación laboral femenina y el uso del tiempo en el cuidado del hogar en México reflejan que actividades directamente relacionadas con el mantenimiento del hogar: preparación de alimentos, limpieza de la vivienda, la ropa y el calzado, las compras y la administración del mismo, tienen un impacto negativo en su disponibilidad de tiempo para incorporarse al mercado laboral. 

El 7 de agosto de 1974, en Tel Aviv, cuando ejercía el cargo de embajadora de México en Israel, Rosario salió de bañarse, acudió a contestar el teléfono y sufrió una descarga eléctrica. Sus restos fueron repatriados y depositados dos días después en la Rotonda de las Personas Ilustres, al interior del Panteón de Dolores, en Ciudad de México. 

Rosario Castellanos vivió en una época que resulta lejana, pero a su vez, cercana. Entendió el poder de la palabra como creación de otro mundo, uno mejor, más leal y sensible. A través de sus escritos, demandó la libertad de ser y decidir, sin ataduras ni deseos externos. Mujer valiente, aguerrida, directa. Plasmó un México lejos de la idealización utópica, fue camino para sus compañeras, y para todas las que vinieron después de ella. Entendió que, “y luego, ya madura, descubrí / que la palabra tiene una virtud: / si es exacta es letal / como lo es un guante envenenado”.

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