Las reformas políticas tuvieron como precedente elecciones de credibilidad dudosa, impugnadas por prácticas fraudulentas y una creciente presión social. En 1976, la totalidad de los votos fue para el candidato presidencial del PRI, José López Portillo. En las boletas no apareció ningún otro nombre. No por falta de oposición, sino de equidad y condiciones para dar cauce a las demandas democráticas del país. El lema de campaña lopezportillista, «la solución somos todos», anticipaba, cínicamente, el resultado. Sin embargo, el ingenio mexicano tornó la retórica en reproche: «La corrupción somos todos».
La reforma política-electoral de 1977, estructurada por Jesús Reyes Heroles, secretario de Gobernación, abrió las puertas a la transición con un sistema multipartidista. El cambio de paradigma disgustó a los de casa y entusiasmó a los contrarios. La izquierda, tantas veces satanizada e incluso proscrita, obtuvo registro oficial, y las oposiciones, en general, aumentaron su representación en el Congreso. En los mismos comicios del 76, el PRI se hizo con las 64 senadurías, incluida la del Partido Popular Socialista (PPS), y con 195 diputaciones. El resto se distribuyó entre el PAN (20), el PPS y el PARM (22), aliados del PRI.
Con la reforma del 77 aumentó a 400 el número diputados y se estrenó la figura de representación proporcional a la cual correspondió una cuarta parte del congreso. El PRI conservó la mayoría en la Cámara Baja con 296 escaños. Los demás se dividieron entre el PAN y los partidos Comunista Mexicano, PPS, Socialista de los Trabajadores (PST) y Auténtico de la Revolución Mexicana (PARM). Solo Acción Nacional conservó el registro. La izquierda se aglutinó después en torno al PRD, pero fue con Morena cuando ganó la presidencia con las mayores votaciones registradas por ahora.
Los sucesores de López Portillo impulsaron sus propias reformas. Salinas de Gortari, Ernesto Zedillo, Felipe Calderón y Peña Nieto lo hicieron forzados por las circunstancias. El país no admitía más elecciones fraudulentas, sino libres y transparentes. Una de las respuestas, a medias, porque la presidencia quedó a cargo del secretario de Gobernación, fue el Instituto Federal Electoral (IFE). Para cumplir la «reforma electoral definitiva» que prometió en su toma de posesión, Zedillo retiró al Gobierno del IFE, lo dotó de autonomía y de un consejo ciudadano. La iniciativa despejó el camino para la alternancia política en 2000, pese a la resistencia del sector más duro del PRI.
El presidente Andrés Manuel López Obrador no pudo modificar el sistema electoral porque no tenía mayoría calificada en el Congreso. El proyecto planteaba reducir a 300 el número de diputados y a 96 el de senadores, elegir a los consejeros y magistrados electorales por voto popular y reducir el financiamiento público a los partidos. Sin ese obstáculo, la presidenta Claudia Sheinbaum llevará adelante las reformas. Las oposiciones y los sectores afines se resisten, pero carecen de fuerza para frenarlas. La representación del PAN, PRI y Movimiento Ciudadano en el Congreso corresponde a los votos que obtuvieron el año pasado.
Sheinbaum instaló el 11 de agosto la comisión presidencial para la reforma electoral, la cual convocará a la ciudadanía a foros de consulta y análisis -«amplios e incluyentes»- para elaborar las propuestas. El encargado del organismo, Pablo Gómez, procede del movimiento estudiantil de 1968 y del Partido Comunista Mexicano. La mayoría de las reformas previas se hicieron sin tomar en cuenta a la izquierda. Excluir, ahora, a las fuerzas contrarias a Morena sería un error y deslegitimaría el proceso. Sin embargo, las oposiciones no pueden imponer su agenda, como tampoco lo permitieron cuando eran Gobierno; ni la presidencia ceder a chantajes.