
Realismo Mágico
Donde quiera que voy oigo quejas, gritos y enojo; terribles pronósticos para el país. ¡Ash, yo ya no! He decidido dejar de sufrir. Dicen que prudencia es la virtud intelectual necesaria para adaptar la propia actuación a la complejidad de las circunstancias. Siendo así, me adapto dócilmente y en lugar de seguirme azotando contra la maldita realidad, me instalo en el “realismo mágico” que nos heredaron autores como Juan Rulfo, Carlos Fuentes, Laura Esquivel. Ni modo, como dice Cristina Pacheco, aquí nos tocó vivir.
Si nos aseguran que tenemos el país más democrático del mundo, ¿por qué no creerlo? Ya en su momento, el papá de Andy informó que “México es uno de los países más felices del mundo”. Sólo tenemos que disponernos al Bienestar, disfrutar al fin del sistema de salud pública más eficiente de lo que nunca antes tuvimos. “No estamos igual que en Dinamarca, estamos mejor”.
Hoy podemos ver a nuestros niños, sanos y felices, jugar en la seguridad que ofrecen las calles, los parques. Hoy, como nunca antes, los chiquillos tienen la oportunidad de asistir a magníficas escuelas públicas, con maestros tan respetables y capacitados que ni en Cuba. Disfrutamos de paz y orden, la delincuencia ya casi no existe y hasta tenemos un tren y un aeropuerto nuevecitos. Mexicana de Aviación renace de sus cenizas para que “el pueblo sepa que puede volar”.
Pero no basta ser felices, hace falta darnos cuenta. Reconocer la felicidad con facilidad. Y que no nos vengan esos malditos opositores con el cuento de que la ley es la ley. Eso era antes. No somos iguales. Ahora, el pueblo manda, y si se equivoca, pues vuelve a mandar.
“Por encima de todo, la honestidad”. “No mentir”. “No robar”. ¿Qué más podemos pedir? Además, siempre y cuando nos mantengamos callados, disfrutamos de absoluta libertad de expresión. Eso sí, a los periodistas charlatanes, carroñeros, enemigos del pueblo, hay que silenciarlos por todos los medios posibles antes de que provoquen problemas. No, pues sí. Aceptémonos. Después de todo, nunca hemos sido una sociedad que soporte muy bien la verdad. Recuerdo un exitoso bolero que decía: “Voy viviendo ya de tus mentiras/ es por eso que te quiero tantooo”.
Lo que toca ahora es disfrutar de los castillos en el aire donde fundaremos una nueva sociedad, de la que se puede expulsar sin contemplaciones todo lo que nos agobia. Ya no tenemos que preocuparnos por nada. “Imaginemos que no existe el paraíso/ ningún infierno bajo nosotros/ por encima de nosotros sólo el cielo”, cantaba John Lennon.
La demagogia, antigua palabra griega que significa “arrastrar al pueblo”, es nuestra zona de confort. Somos seres sedientos de palabras que prometen, que extinguen el miedo, que calman. Demagogia es, por ejemplo, la efectiva herramienta con la que las corcholatas convierten a los súbditos felices en mascotas.
“Déjate de tonterías y habla claro”, me exigía mi padre, que ya desde niña me veía señales de demagoga. “Leguleya, sobresalida”, me llamaba mi abuela. Apenas una adolescente, sin la capacidad de debatir lo uno o lo otro, sólo cacareaba. No me sobra inteligencia. Padecía desde entonces la incesante verborrea que ya habrá usted percibido, pacientísimo lector, lectora. Verborrea que, ahora que vivo sola, me permite discutir con el perro, insultar al cajón que se atora y mantener serios debates con mamá, que, por cierto, murió hace diez años. Después de todo, es mejor hablar solo que mal acompañado.