CUÁNTA RAZÓN TENÍAS
¿Qué mayor reconocimiento te puedo hacer ahora que ya no estás, que agradecer a Dios por habernos bendecido con el mejor de los padres? Sé que es tarde, a lustros de tu partida, pero quiero expresarlo y no callar para siempre: decirte lo mucho que te quería, darte el beso que no te di, agradecer tus sabios consejos, que a mi vetusta edad sigo apoyándome en ellos.
Desde que tengo uso de razón fuiste un hombre honesto y trabajador, que siempre predicaste con el ejemplo. A diario vestías de traje por tu profesión de galeno. Fuimos seis hijos, que siempre trataste con cariño y sabiduría. La unión familiar y la educación fueron tus reglas de oro. Jamás escuchamos un no cuando te pedíamos para un libro. Recibimos todo tu apoyo cuando decidimos estudiar las seis profesiones diferentes de mis hermanos. Fuimos tu gran orgullo, así lo pregonabas con tus amigos.
Era el inicio de los años sesenta. Nuestra situación económica no era holgada, mas nunca se quejaron tú y mi madre, y jamás nos dimos cuenta. No te veíamos en todo el día; salías de madrugada a Mapimí, Dgo., para consultar a tus pacientes. Mi madre se quedaba a trabajar en una pequeña farmacia que tenían. Regresabas a mediodía a laborar en el hospital ejidal de la calle Madero y Morelos, y terminabas tu jornada al atardecer impartiendo clases en el edificio "Dina", que se encontraba en el bulevar Independencia y Jiménez.
Tenía nueve años de edad cuando te acompañaba esperándote dentro de un viejo "Mercury 1950". Veía cómo los alumnos de secundaria de esa primera generación recibían tus clases al no haber paredes en esa escuela provisional. Meses después se trasladarían al Instituto Tecnológico Regional de la Laguna, del cual eres fundador. El día de su inauguración en 1967 te acompañé, vistiendo como tú, de traje, y me llevaste a saludar de mano al presidente de México, Gustavo Díaz Ordaz.
Los domingos eran nuestro día familiar. Despertábamos y ya habías ido por el sabroso menudo y la fruta de "La Alianza". Después nos llevabas al puesto de revistas a un costado de "Chácharas y Juguetes", por la calle Rodríguez. Escogíamos una docena de revistas, y tú elegías dos periódicos locales, dos capitalinos y la enorme revista Siempre. Fue así como nos inculcaste con agrado el hábito de la lectura. En la tarde nos llevabas a la alberca San Isidro. Fue ahí donde nos enseñaste a nadar. Qué bellos momentos disfrutamos en la niñez.
En 1969 cursaba el primer año de secundaria en la escuela Venustiano Carranza. Era mi primera tardeada y sería en la colonia Vicente Guerrero. Al pedirte permiso dudaste, tenía trece años. Me explicaste que se trataba de un lugar diferente, sería un extraño en un ambiente donde había pandillas y calles sin vigilancia. Me sentí desilusionado. Te dije que solo serían unas horas, estaría dentro de la casa de una compañera y, además, todos mis amigos iban a asistir. Me diste permiso con la condición de que tú me llevarías. "Pero me regreso en el camión con mis amigos", te dije, y accediste.
Se dieron las seis de la tarde y empezaron a salir de la fiesta. "Es muy temprano", pensé, "además, tengo permiso hasta las siete". Cuando decidí retirarme, era de noche. La casa estaba a un costado del cerro. Mi compañera, la dueña de casa, me dijo con gran naturalidad: "Aguarda un poco, se están peleando en la calle, no te vaya a golpear una piedra. Y el camión pasa a dos cuadras". Al salir de la casa, la calle se encontraba solitaria, sin pavimento ni alumbrado. Me temblaban las piernas, cuando a lo lejos vi unas luces y escuché el claxon de tu automóvil. ¡Qué gusto me dio verte! Y nunca te lo dije. ¡Cuánta razón tenías sobre tus permisos!
En 1973, al terminar la preparatoria, te comenté que quería estudiar Veterinaria en la ciudad de Durango. En Torreón no había escuela. Te dio gusto y lo primero que hiciste fue buscar una casa de asistencia, enviando a mi madre. Era el único estudiante acompañado de su mamá, y me sentía apenado. Contaba con diecisiete años de edad y me consideraba un experto. Pasaron algunos meses y fue entonces que comprendí por qué me habías escogido una vivienda adecuada.
Tenía compañeros que se alojaron en casas de renta y fueron dedicados, pero la mayoría tenía grandes distracciones: con la alimentación, privacidad para estudiar, extravío de pertenencias, la bebida... Tuvieron problemas con los estudios y desertaron de la carrera. ¡Cuánta razón tenías al haber enviado a mi madre!
Contaba con treinta y dos años. Trabajaba en Mapimí como veterinario de gobierno. La situación económica era difícil. Tenía cinco años de casado y aún no nacía mi cuarto hijo. Recuerdo que nos visitaste y me ofreciste impartir clases en secundaria. Me cederías siete horas a la semana de las que impartías en Biología. Me negué en varias ocasiones, y cuando me dijiste muy serio: "¡Es que no te estoy preguntando!", fue cuando capté a la perfección tu mensaje, y accedí.
Aún recuerdo tu consejo: "Siempre hay que tener dos velitas encendidas; por si se apaga una, contarás con otra. No dependas de un solo ingreso. Será mayor el esfuerzo, pero nunca estarás desprevenido." Gracias a ti, hoy gozo de una pensión con tranquilidad en la vejez, y aún disfruto de mis pequeños pacientes. ¡Cuánta razón tenías, querido viejo!
Cómo me hubiera gustado haber sido un poco como tú... Papá.
¡FELIZ DÍA DEL PADRE!