UN HONOR SER MAESTRO
Llevo los años viejos para vivir con más calma. Disfruté mi trabajo con gran regocijo y, cuando menos lo esperé, pasé de la pasión a la pensión. Fue un privilegio ser maestro, cautivado como en un bello matrimonio de más de treinta años de fidelidad a mi querida Secundaria Técnica Número Uno.
Durante el largo trajinar de mi vetusta existencia, la docencia ha sido una de las experiencias más cautivadoras, aunada a mi otra pasión sublime: restablecer la salud de los animales. Un gran reconocimiento a todos los maestros por su titánica labor, en la que se entregan diariamente a una de las tareas más bellas y extenuantes: la educación.
Desafortunadamente, la enseñanza básica en nuestro país no ha sido valorada como merece. Los maestros imparten clases en diferentes escuelas y en ambos turnos, realizando su extenuante trabajo con agrado y profesionalismo.
Debido a mi profesión de Médico Veterinario, realicé estudios de nivelación pedagógica para impartir clases en secundaria, siendo una de las experiencias más gratificantes. Debo decir que, al principio, asistí a regañadientes por tener que ausentarme de mi trabajo. Pero después de algunas semanas de clases, me encontraba puntual y cumplía con las tareas asignadas. Lo más importante era que asistía convencido de lo que estaba realizando. Fue una verdadera riqueza el intercambio de opiniones entre todos los compañeros, con diferentes profesiones dedicados a la docencia. Era un ambiente agradable y fraternal que nos hizo recordar nuestros años mozos, con la chispa de las bromas a pesar de nuestras canas.
En una ocasión, el maestro me pidió entregar los trabajos ya calificados a los compañeros, y se me ocurrió escribir en la primera hoja algunas palabras sobre el aprovechamiento personal, como si fuera del maestro, sin comentar a nadie. A la mayoría le encantó y felicitaron al maestro. Desde entonces fui representante y orador oficial.
Durante mi labor en el magisterio no fui el mejor de los maestros; tal vez estricto, pero nunca injusto, siempre con los valores por delante, pues no daría resultados sin predicar con el ejemplo. Impartí la materia de biología, donde afortunadamente poseía gran material, anécdotas y vivencias de mi trabajo de veterinario, desarrollando los temas de forma amena y práctica, estando dentro de la carrera magisterial de la primera vertiente.
Uno de mis propósitos fue alentar la autoestima del alumno, que se proyectara en un futuro como profesionista exitoso. Procuraba que estuviera actualizado con los problemas de nuestro entorno relacionados con la asignatura, que se compenetrara buscando soluciones, siendo la fuente de información principal el periódico. Lo exhortaba a la lectura, para que saliera de la rutina del libro de texto sin perder la esencia del programa de estudios.
Otra de las ventajas que tuve, relacionada con mi profesión, fueron las prácticas de laboratorio cuando se diseccionaba un conejo en el último año de biología. Cada equipo, al finalizar el curso, llevaba un conejo. No solo se trataba de una práctica común, era la aplicación de un examen oral: cada alumno describía el órgano y la función del aparato que se le requería -digestivo, respiratorio, circulatorio, urinario, etc. Los alumnos realizaban el examen con gran formalidad, ataviados con bata, guantes, cubrebocas y su instrumental de disección. Estudiaban perfectamente la anatomía y fisiología, al grado de que describían exitosamente el órgano que se cuestionaba. Lo único de lamentar eran las discretas lágrimas que derramaba alguna alumna al ver el pequeño conejo completamente anestesiado.
Escuela secundaria de mis recuerdos, templo de enseñanza, cuna de profesionistas, fábrica de amigos. Era una institución de alta demanda y gran conglomerado de doble turno. Un servidor impartía clase a quince grupos con cincuenta jóvenes cada uno, alrededor de setecientos cincuenta alumnos diariamente en los tres grados de secundaria. Era agotador, pero también mi sagrado trabajo.
Cada maestro contaba con un as bajo la manga y su propio método para lograr captar la atención, sobre todo en las últimas horas del día, cuando el alumno se encontraba cansado e inquieto.
Haciendo una recopilación sobre la labor dedicada a la docencia, recibí más satisfacciones que sinsabores -que también los hay-. En una ocasión, durante una reunión con padres de familia y el director, me cuestionaban por el alto índice de reprobación de uno de los grupos.
Recuerdo que les ofrecí dos soluciones: la primera, con su apoyo, continuar estimulando el estudio de sus hijos para que aprobaran con su propio esfuerzo; y la otra, otorgar la máxima calificación con la venia del director, para que así no tuvieran que preocuparse por aprobar el año sin necesidad de asistir a clase. Pero les advertí que no pretendieran que aprueben el examen de admisión a preparatoria por culpa de sus propios padres. Recapacitaron y me otorgaron su apoyo.
La escuela gozaba de gran prestigio. El director se sentía orgulloso de que los alumnos tuvieran mayor ingreso a las preparatorias de alta demanda, resultado del trabajo de todos los compañeros.
Qué gran satisfacción nos da ver a aquellos jovencitos, en el atardecer de nuestras vidas, convertidos en profesionistas y respetables padres de familia.
Uno de los recuerdos más gratos que guardo fue para un día del maestro en la década de los noventa. Nos encontrábamos en el festejo en la biblioteca de la escuela. La sociedad de alumnos se había puesto de acuerdo con todos los compañeros para otorgar reconocimientos a algunos maestros durante el convivio.
El reconocimiento era una medalla simbólica que consistía en una gran moneda de chocolate de envoltura dorada, con un enorme listón rojo que colocaban en el cuello del maestro distinguido. Los alumnos nombraban el mérito y el nombre del profesor: "Al maestro más formal, al más alegre, el más estricto, el más enojón, el de más tarea", y así los fueron mencionando uno a uno.
Esperaba "el que más reprueba", pero creo que no me encontraba en la lista de los maestros notables. Solo faltaba la última presea, intencionalmente dejada al final, pues era la de mayor relevancia: "El maestro que mejor imparte clase".
Increíblemente me nombraron. Esa medalla simbólica aún la conservo, y siempre la llevaré en el corazón, siendo parte de los grandiosos recuerdos durante tres décadas en la docencia, por la escrupulosa, noble, hermosa y extenuante profesión de MAESTRO.