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Pasión tricolor

JUAN VILLORO

Los recientes disturbios en Los Ángeles, provocados por las autoritarias redadas del gobierno de Donald Trump, han despertado agravios de varias décadas. En las muchas imágenes del descontento destaca la bandera mexicana. El dato no sorprende: nuestros símbolos patrios ayudan a emigrar.

En una historia de Arthur Schnitzler el protagonista lleva en su mochila los objetos básicos para una excursión (entre ellos, un libro de Goethe), y en Relato de un náufrago, García Márquez informa de una disposición de la marina colombiana: el kit de supervivencia de un bote salvavidas debe incluir una Biblia. En la montaña o el naufragio, el solitario se consuela leyendo.

El mexicano encontró otra forma de paliar esa angustia empacando su bandera. Estamos ante uno de los más curiosos talismanes del planeta. Quien emigra atesora un símbolo de la tierra precaria que deja atrás. No se trata de un gesto nacionalista, sino de algo indestructible: un vínculo sentimental.

En 2019 asistí a un concierto del grupo Caifanes en San José, California. El espectáculo ocurrió ante un inaudito despliegue de banderas. La multitud carecía de todo ánimo reivindicativo; no estaba ahí para recuperar Texas sino para celebrarse a sí misma. Lo mismo sucede en los partidos de la selección nacional en Estados Unidos. La bandera trasciende nuestra situación política o histórica. No representa el estado de la patria, sino de la emoción.

Este fervor existe a pesar de la educación cívica. Los lunes de mi infancia comenzaban con la tediosa jura de bandera. Con voz destemplada cantábamos: "¡Oh, Santa Bandera!, de heroicos carmines, suben a la gloria de tus tafetanes, la sangre abnegada de los paladines, el verde pomposo de nuestros jardines, las nieves sin mancha de nuestros volcanes". Nunca supimos lo que eran los tafetanes ni por qué tantas cosas subían por ahí, empezando por la hemorragia de esos seres extraños (los "paladines" debían ser personas por las que no pasaba la Cruz Roja).

Las clases de civismo buscaban convertir el sentido de pertenencia en una abstracción importante. Por suerte, fracasaron. No conozco a nadie que se refiera a la bandera como "lábaro patrio".

Nuestro cariño tricolor tiene otras causas. La Inteligencia Artificial, sustituta de lo que antes se llamaba "opinión pública", informa que las banderas más populares del mundo son las de Inglaterra y Estados Unidos, pero la "más bonita" es la de México. Un dato empírico avala este argumento: en 2008, el periódico español 20 minutos realizó una votación en internet en la que nuestra bandera obtuvo 901,627 puntos, muy por encima del segundo lugar, Perú, que obtuvo 340,901. El resultado no sólo se debe al hecho demográfico de que abunden los mexicanos, sino a sus ganas de votar por la bandera.

Conviene resaltar que el concurso no apelaba a la simbología, sino a esa peculiar condición del gusto que encarna en "lo bonito" y depende de cómo late el corazón.

No es casual que en 2011 México rompiera el récord Guinness de la bandera más grande del mundo, instalada en Piedras Negras, Coahuila. Ese paño récord tiene 60 metros de largo, 34 de ancho y un peso de 300 kilos, la talla ideal para envolver a Godzilla. Por cierto que uno de los mitos indemostrados de nuestra historia es el del cadete Juan Escutia, que supuestamente se tiró al abismo envuelto en la bandera. La imagen es tan poderosa que no se ha borrado del imaginario colectivo.

Otras envolturas han causado escándalo. En 2007 Paulina Rubio fue multada por posar desnuda enrollada en la bandera y en 2014 Thalía se salvó de ese castigo porque su imagen apareció en Instagram y los jueces no supieron a qué jurisdicción correspondía. Cuando otras modelos han hecho lo mismo en Estados Unidos, se les ha festejado su "lado patriótico" (incluso a Alessandra Ambrosio, que es brasileña).

La pomposidad de nuestras autoridades contrasta con el trato íntimo que la gente concede a la bandera. En viajes al extranjero, he visto banderas usadas como mantel, adorno, cobija o capa de superhéroe. Poco importa que el 90 por ciento de ellas estén hechas en China: el afecto las nacionaliza.

Algo peculiar cristaliza en el emblema tricolor. Diseñado para representar la esperanza, la unidad y la sangre de los héroes, se ha convertido en algo más profundo: la reserva emocional de un país necesitado donde la realidad se supera con la ilusión.

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