Tiempo indetenible, oxidación inmisericorde, suspiro de pronto olvido, oportunidad única de sufrimiento obligado y gozo esquivo que anuncias la muerte hasta para quien aún no nace. ¿Qué puedo reclamarte si ni me pediste permiso para enjaularme en un cuerpo y ni lo pedirás para liberarme? Ah, vida, ¡cómo me he acostumbrado a ti y a los que me han acompañado!
Una vez más confirmo que el miedo y la tristeza que siento cuando alguien cercano muere, es algo tan falso como real es la angustia que me causa conocer con certeza mi futuro.
Jamás supo de mi existencia, pero al igual que la de muchas otras personas, seguramente la intuyó. Murió el martes 22 de julio y, por supuesto, con él no acabó una época, como no desaparecen con la muerte del otro las emociones que motivó en los sobrevivientes.
No mancillan su recuerdo ni menciones ni esquelas convenencieras con la cabeza quieta, para idear cómo distraer y manipular a seres supuestamente carentes de razón, pretendiendo que olviden las omisiones por complicidad o miedo del manipulador.
La última ocasión en la que lo vi, y quizá él también, fue en una liturgia en la que decenas de miles dejamos a un lado nuestras diferencias para unirnos en el misterio de nuestras coincidencias, purificarnos por el olvido y ascender juntos al cielo donde se canta y baila.
Poco antes de ese acontecimiento, escribí:
"Cuarenta y seis años después de que empecé a paliar mi soledad con los oficiantes de esta noche, hoy viviré la mayor recompensa de mi vida, tan grande que jamás pude siquiera imaginarla. Nunca creí en la inmortalidad, pero hoy veo prolongarse mi existencia en dos de mis corazones, que quizá en algunos años recordarán esta fecha como referencia en el ciclo de la vida".
No todo en nuestra larga relación virtual fueron complacencias. Además de enseñarme que la suma de cuatro talentos da por resultado una sola genialidad, él y su grupo se encargaron, por supuesto sin proponérselo, de restregarme en la cara la bandera de mi ateísmo -convicción que me reservo el derecho de negar un instante antes de morir-. ¡Qué difícil es rechazar la existencia de la gloria cuando los oigo y toco el cielo!
Su desaparición terrenal me hunde también en preguntas que forman remolinos que no dejan escapar respuestas. ¿Los excesos del artista en su vida privada se olvidan o transforman en abundancia de gozo ante el público? ¿Un "riff" es capaz de eliminar diferencias ideológicas y sustituir el silencio cómplice? ¿Cómo resistir en la insignificancia la angustia anticipada por la muerte, cuando se sabe que hasta la grandeza es finita?
En esa lucha contra la fuerza que succiona los restos de mi mente, imagino lo sucedido si al cuarteto que contaba con su voz hubiera sido mexicano en lugar de británico. Sin duda, sus conocidas letras de contenidos distópicos, mágicos o alusivos a Lucifer tendrían la inocencia de las canciones de Cri-Cri al ser sustituidas por odas surrealistas dedicadas a la "transformación" sin cambio, a semidioses incuestionables so pena de censura o condena a disculpas eternas, a infartos que absuelven asesinos o al disfrute de los privilegios de los salvadores frente a las carencias de los salvados.
La nota enviada esta semana por el paciente lector y destacado estudioso Guillermo Espinosa, recuerda al suscrito el pensamiento de Peter Sloterdijk, autor de "En el mismo barco" (2002), que de haber sido otra la historia originada en Inglaterra, en México el grupo aludido posiblemente hubiera compuesto canciones con ideas como esta:
"…El arte de la política, como arte regio, se encontraría en el vértice de una pirámide de la racionalidad que establece una relación jerárquica entre razón de Estado y razón privada, entre sabiduría principesca e intereses de grupo, entre los que son políticamente adultos y los que continúan siendo niños".
Pero Ozzy Osbourne interpretó con Black Sabbath letras menos densas, lo que no reduce mi nostalgia ni evita mi súplica al tiempo para que se detenga.