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La urgencia de escribir o de Rosario Castellanos

RUTH CASTRO

Hace días que se conmemoraba el centenario del natalicio de la escritora mexicana Rosario Castellanos, el 25 de mayo, pensaba en lo indispensable que sigue resultando hablar de la vigencia de su obra, de la importancia de su pensamiento entre las autoras del siglo XX en nuestro país. Me interesa, en esta ocasión, el rastro de las reflexiones que deja en su obra ensayística en torno a la vocación literaria y el interés por hablar de otras mujeres en la escritura.

Rosario Castellanos entendía la vocación literaria no como un don ni un llamado místico, sino como una necesidad vital.

“Yo no entiendo el descubrimiento de una vocación literaria como un acto de la inteligencia [...] sino como un fenómeno [...] en los niveles en los que el instinto encuentra la respuesta, ciega pero eficaz, a una situación de emergencia súbita, de peligro extremo”. Así lo afirma en el ensayo “Escrituras tempranas”, donde reflexiona con honestidad sobre el impulso que la llevó a escribir.

Para Castellanos, escribir fue una forma de sobrevivir. No es casual que sus primeros intentos poéticos coincidieran con momentos de angustia. “Yo escribía versos cuando el dolor era tan fuerte que no se podía soportar”, recuerda. Aquellos poemas no buscaban la belleza sino el alivio, la exorcización. Escribir era una manera de resistir al silencio impuesto, de afirmar que estaba viva. Más tarde, halló en la filosofía un lenguaje que le permitió ordenar su pensamiento, pero fue la literatura la que canalizó su urgencia: “Yo había identificado esta urgencia con la de escribir. Lo que saliera. Aunque saliera mal”.

En Mujer que sabe latín..., Castellanos analiza cómo históricamente se ha obstaculizado la participación de las mujeres en el espacio público y en el discurso escrito. Dice que se nos ha educado para la pasividad, para que nuestro lugar natural sea el hogar, el adorno, la obediencia. “La única actitud lícita de la feminidad es la espera”, apunta con ironía.

Por eso, cuando una mujer escribe, no solo crea, también desafía un orden que la prefiere muda.

En ese libro mencionado de ensayos híbridos, tan político como literario, Castellanos reivindica la genealogía de mujeres que —como ella— tomaron la palabra. Dedica textos a autoras como Natalia Ginzburg, Karen Blixen (Isak Dinesen), Simone Weil, Elsa Triolet, Violette Leduc, Virginia Woolf, Ivy Compton-Burnett, Doris Lessing, Penelope Gilliat, Lillian Hellman, Eudora Welty, Mary McCarthy, Flannery O’Connor, Betty Friedan, Clarice Lispector, Mercè Rodoreda, Corín Tellado, María Luisa Bombal, Silvina Ocampo, Ulalume González de León, María Luisa Mendoza, entre otras. Algunas de ellas marginadas, otras consagradas, todas desobedientes.

Rosario Castellanos escribió con inteligencia, con rabia, con ternura y con claridad. En medio de una vida llena de contradicciones, no embelleció la realidad: la enfrentó. No adornó su historia: la narró con la complejidad que exigía. Su vocación fue siempre una forma de resistencia —como mujer, como intelectual crítica— y también una forma de existencia. Escribir fue su manera de estar en el mundo, aunque prefería hablar menos de sí y más del sistema que silenciaba a tantas.

Hoy, leer a Castellanos no solo es un ejercicio de memoria, también es una forma de reconocer que la lucha por la palabra sigue abierta. Que aún hay muchas voces por escuchar. Y que, como ella misma nos enseñó, toda mujer que escribe, en el fondo, está fundando su derecho a ser.

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