El fondo soberano noruego, el más grande del mundo, ha tomado una decisión simbólica, aunque tardía: desinvertir en 11 empresas israelíes vinculadas a actividades que podrían alimentar la ofensiva militar en Gaza. Este gesto equivale a unos 2 mil millones de dólares y es representativo del tipo de señal política que un país como Noruega, famoso por su compromiso ético, debería liderar.
El fondo -creado en 1990 como resguardo de las inmensas reservas petroleras del país para garantizar su estabilidad económica futura- hoy administra cerca de 1,9 billones de dólares. Es responsable de invertir en más de 8 600 compañías alrededor del mundo, representando el 1,5 % de todas las acciones cotizadas globalmente. Su reputación se ha forjado sobre filtros estrictos: el fondo ha excluido empresas vinculadas al tabaco, armas nucleares, violaciones de derechos humanos o actividades ecológicamente destructivas. También vetó compañías relacionadas con los asentamientos israelíes en Cisjordania.
La reacción del fondo llega tras revelaciones de que tenía inversiones en empresas como Bet Shemesh Engines -que fabrica componentes para los motores de los aviones de combate israelíes- en pleno contexto de escalada bélica y crisis humanitaria. El CEO, Nicolai Tangen, justificó el movimiento citando "circunstancias extraordinarias" y la intensificación del conflicto como catalizadores de esta decisión.
Sin embargo, resulta clave cuestionar por qué esta rigurosidad ética tarda tanto en materializarse. Noruega ya actuó con rapidez en el pasado, como cuando salió del mercado ruso tras la invasión de Ucrania, sin dudar ni una semana. ¿Por qué el drama en Gaza no ameritó el mismo nivel de urgencia? La respuesta parece residir en la tensión entre la reputación internacional del país y los costos políticos domésticos. El parlamento noruego ya había rechazado, hace meses, una moción para desinvertir por completo en empresas israelíes.
Ahora, con elecciones nacionales en el horizonte y una opinión pública cada vez más concienciada, el fondo opta por una medida parcial: vender solo empresas fuera del índice de referencia y llevar internamente la gestión de las inversiones en Israel.
La consecuencia es una intervención rellena con retazos de moralidad. Los críticos -activistas y algunos partidos de oposición- no se limitan a considerar insuficiente la medida; la definen como desplazamiento mínimo frente a un conflicto que se está cobrando decenas de miles de vidas civiles. Y no se trata de un boicot ideológico: se trata de coherencia ética en un archivo que su reputación ha construido cuidadosamente.
El impacto de este acto trasciende el ámbito financiero. La decisión de Noruega no solo modifica flujos de capital, sino que rompe un patrón de silencio incómodo que ha caracterizado a muchos países occidentales ante la tragedia en Gaza. Al ser el administrador del fondo soberano más grande del planeta, sus movimientos sirven de referencia moral y operativa para otros Estados y fondos de inversión. Este gesto, por modesto que sea, abre un espacio político para que otras naciones se sumen y, al hacerlo, intensifiquen la presión económica y diplomática sobre Israel.
En el tablero internacional, este precedente podría empujar a países como Irlanda, España, Bélgica o incluso Canadá -cuyas sociedades civiles han mostrado un creciente rechazo a las operaciones militares en Gaza- a reconsiderar sus vínculos económicos. Asimismo, coloca a grandes fondos y bancos privados bajo la lupa: BlackRock, Vanguard o HSBC ya enfrentan presiones por sus carteras vinculadas a industrias militares. Si estos actores financieros, junto con Estados con alto capital diplomático, adoptan medidas similares, el aislamiento político y económico de Israel podría volverse un incentivo real para el cambio. La pregunta es si el mundo permitirá que esta sea una oportunidad aislada o el inicio de una cadena de decisiones que marquen un antes y un después en la coherencia ética de la política internacional.
Este paso del fondo representa; sin embargo, un punto de inflexión. Noruega, que ya reconoce al Estado palestino y se presentaba como un actor neutral para facilitar diálogo, ahora se posiciona de un lado ético. Y esto resuena en un mundo occidental que observa con más claridad la magnitud de la tragedia en Gaza.
La verdadera trascendencia política está en que una decisión financiera -un cambio en el portafolio- se transforma en un clamor moral. Pero la pregunta sigue abierta: ¿será esta medida solo un gesto simbólico o, finalmente, el primer paso hacia una coherencia real entre los valores que Noruega predica y actúa?