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No se puede llamar reforma electoral si es regresiva

Juan Antonio García Villa

Todo parece indicar que el oficialismo dejó (casi) para el final el ataque más demoledor: la alteración del sistema político electoral del país para centralizar el poder, ahora sí de manera absoluta y total, en una sola persona (no necesariamente la titular del Ejecutivo) o una reducida camarilla. Tal es, sin duda, el alcance que se pretende dar a la anunciada reforma electoral.

En las últimas cuatro décadas, se han llevado a cabo en México diversas y sucesivas reformas en materia electoral. Fueron varias porque, es cierto, el tránsito de un régimen autoritario de partido hegemónico casi único, de presidencialismo exacerbado, de escasa competencia electoral y acceso severamente restringido de las voces y plumas independientes a los medios de comunicación fue, dicho tránsito, de manera gradual.

Ahora, según claramente se advierte, el propósito del gobierno y Morena es pasar de golpe del actual régimen, democrático hasta donde fue posible llevarlo, al que regía antes de las reformas de las últimas cuatro décadas.

La anterior no es una inferencia sujeta a corroboración. No, corresponde a una afirmación categórica hecha por Pablo Gómez, nombrado por Claudia Sheinbaum para encabezar la Comisión Presidencial de Reforma Electoral, creada ésta por decreto del Ejecutivo. Sin embargo, con toda claridad y sin ambages el propio Pablo Gómez ha declarado que si la realidad actual del país es de una abrumadora mayoría morenista como la que el priismo tenía en el régimen predemocrático, goza entonces del derecho a imponer las nuevas reglas del juego político electoral. Como las que durante décadas impuso el priismo, al amparo de una mayoría artificial, como la que con groseras maniobras han logrado ahora Morena y sus aliados.

Su argumento lo fundamenta Pablo Gómez en lo siguiente: "La 4T -dice- no se puede detener, eso es algo que hay que entender, porque tiene un programa, no llegó al poder sin programa y tiene que aplicarlo, no tiene opción de para atrás; cualquier proceso de transformación que se echa para atrás languidece y se hunde: es avanzar, no detenerse".

Vamos a suponer que Morena llegó al poder con un programa que tiene que aplicar. Hasta aquí -para ese partido y todos los demás-- el argumento es inobjetable. Pero antes de pasar adelante, vale tener presente que su arribo al poder lo realizó (aunque con innumerables argucias y maniobras bien conocidas) bajo reglas de corte democrático, que tiene la obligación de respetar.

Porque basta con invertir el razonamiento para que se vea no sólo lo absurdo sino lo inicuo del argumento: es decir, si el antiguo PRI, con buenas o por malas artes, llegara nuevamente al poder, ¿ese sólo hecho, por relevante que sea, justificaría el regreso al antiguo régimen autoritario, calificado por Vargas Llosa como la dictadura perfecta? Por supuesto que no.

Y si el anterior razonamiento no le parece válido a Pablo Gómez, ¿por qué entonces él y sus compañeros durante décadas planteaban como avances necesarios la implantación de instituciones y prácticas de corte democrático en nuestro sistema político? ¿Sólo tienen valor y sentido estos argumentos cuando se está en condición de minoría y dejan de tenerlos cuando se es mayoría?

No sólo se trata, la anterior, de una actitud deleznable sino también de una posición carente de toda ética. Consiste ésta en la aceptación de la peor versión del permicioso principio de que el fin justifica los medios. Bajo éste, no es posible la vida en sociedad con sentido civilizatorio y humanista. Y si aquel, Pablo Gómez, sostiene lo contrario, estará dando la razón a los personajes de la propia izquierda que lo califican como apasionado militante del más rancio estalinismo.

Por cierto, son numerosos los representantes de la izquierda, de diversos matices, que han expresado abiertamente su desaprobación del formato y de las ideas madre del tal proceso de reforma electoral, expuestos por la presidente Claudia Sheinbaum. Es urgente organizar una enérgica acción opositora unificada frente a las pretensiones oficialistas.

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