Trece por ciento. En la pasada elección judicial, votaron unos 13 millones de ciudadanos -parecería obvio- de un padrón de casi 100. Lo cual significa que no votaron los restantes 87. Vemos: 87 frente a 13. Por si no bastara, del total de votos emitidos, casi 23 por ciento fueron declarados nulos, sea porque la complejidad del mecanismo provocó múltiples errores, sea porque una parte de la población decidió protestar frente a unas elecciones que les parecían disparatadas o arbitrarias. El gobierno y el partido en el poder se valieron de todos los recursos para impulsar la participación y emplearon toda suerte de estrategias de movilización -muy cercanas a las operadas por el PRI en el pasado- y repartieron miles de acordeones para dirigir a los votantes y, aun así, insisto, solo llegaron a ese 13 por ciento.
El costosísimo ejercicio fue, en este sentido, un estrepitoso, contundente e inocultable fracaso. Más aún si se toma en cuenta que, al menos según sus defensores, se trataba de un parteaguas en la historia: la votación que haría de México "el país más democrático del mundo". Se trató, para colmo, de un fiasco largamente anunciado: la reforma de López Obrador, hecha suya por Claudia Sheinbaum, nació torcida, producto de un capricho y una venganza, fue implementada con absoluto desdén hacia los ciudadanos, aprobada a partir de la coacción y el soborno, y operada con un cinismo sin paliativos. Todo lo que se podía hacer mal se hizo peor: desde los requisitos para los candidatos hasta su selección y desde la conformación de los distritos judiciales hasta las votaciones del pasado 1º de junio.
Y aun con todos estos hechos, en vez de reconocer los fallos, de deslindar responsabilidades, incluso de pedir disculpas, la Presidenta ha preferido torcer la lógica y afirmar que la elección ha sido "un gran éxito". Un gran éxito. Y, para justificar la insólita afirmación, ha buscado todas las excusas retóricas imaginables, cada una más descabellada que la otra: que antes los jueces eran elegidos por un puñado de senadores y ahora por millones de ciudadanos o que los votos emitidos superan a los que recibió el PAN en las elecciones presidenciales: lo que sea para negar la catástrofe. Debería sorprender que una científica pueda torcer las matemáticas a este grado: 13 de 100 es sin duda un porcentaje exiguo, y más hablando de parámetros democráticos.
¿Por qué tapar el sol con un dedo, por qué empeñarse en negar la realidad, por qué insistir en un relato que carece de cualquier sustento? ¿Por qué abandonar la ciencia en aras de la pura ideología? ¿Por qué persistir en esta ficción que se derrumba en una enorme mentira? Para ocultar, acaso, que, en otro sentido -el único que de veras cuenta-, la elección fue en realidad un rotundo éxito. Desde que se le ocurrió a López Obrador, su objetivo jamás fue mejorar la impartición de justicia, y ni siquiera democratizar el sistema, sino lo contrario: diseñar un modelo para que un mismo grupo, el suyo, pudiera al fin controlar todos los poderes, el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial, y para colmo aduciendo que quien decidió fue el pueblo. ¿13 por ciento del pueblo? Y eso es lo que se consiguió: los ganadores en todos los cargos relevantes, la Corte, el Tribunal de Disciplina Judicial o la Sala Superior del Tribunal Electoral, no por casualidad se corresponden con los nombres que aparecían en los acordeones repartidos por Morena y el gobierno: la demostración de la naturaleza autoritaria que siempre estuvo inscrita en el proyecto.
El objetivo de AMLO, asumido por Sheinbaum, se ha logrado con creces: México ha vuelto a convertirse en un país con un partido hegemónico, como lo fue durante la larga noche del priismo. Y, como entonces, ha debido inventarse un lenguaje propio, un newspeak imprescindible para maquillar la realidad. El "gran éxito" de la presidenta Sheinbaum es su nueva piedra de toque: de nuevo, como con el PRI de antaño, los ciudadanos estarán obligados a reconocer que, a partir de ahora, lo que diga el gobierno significará lo inverso.