Lo miro y me parece ver a una muchacha despeinada, pues sus ramas de lustrosas hojas crecen sin orden a uno y otro lado.
De Allende, Nuevo León, traje al Potrero este árbol cuando era todavía niño. La amada eterna y yo lo plantamos con nuestras propias manos en el huerto. Juntos lo vimos crecer, y juntos disfrutamos el dulzor de sus primeros frutos.
Ahora, solo, miro en el árbol las peras, semejantes a esferas doradas sobre un fondo de terciopelo verde. Vienen a mi memoria los recuerdos, y son otro dulzor. La evocación de las dichas de ayer aleja de mí la pesadumbre de hoy. Es como un eco de la felicidad.
Regresaré a la antigua casa y veré sobre la mesa de la cocina un canastillo con estas peras de oro y miel. La amada estará aquí conmigo. Y yo daré gracias al Misterio por todas las gracias que en mi vida ha puesto. Día tras días seguiré agradeciendo el don precioso de la vida, y con la misma gratitud esperaré el don de la muerte.